EL PRINCIPE DE VIANA*
(1421-1461)
El destino
parece haber marcado ya con un sello de melancolía al joven
príncipe que habita el regio castillo de Olite, castillo o,
para mejor decir, palacio que su abuelo Carlos III de Navarra
había erigido. Reputándose descendiente directo de
Carlomagno y de San Luis, había en este buen rey, no sin razón
llamado el Noble, y que "tomando consejo de algunos, de
ninguno se dejaba gobernar'', una innata inclinación hacia
todo lo que fuera aumentar el lujo y magnificencia de su
corte. Y ninguna muestra mejor de ello que este palacio de
Olite donde ahora podemos ver paseando al Príncipe, que ora
discurre contemplando el huerto de los Baños donde las
plantas exóticas reinan con su chillona policromía; ora las
diversas torres, diferentes por su perfil y por sus varios y
pomposos nombres —la de la Joyosa Guarda, la de los Cuatro
Vientos, la de las Tres Coronas, la de los Lebreles, etc.
etc.—; ora por el verdadero parque zoológico que allí se
ha logrado formar con sus graciosos ciervos y deformes
camellos, jirafas y jabalíes, osos y leones; ora por el jardín
de los toronjiles poblado por el triunfo de los pavos reales y
los olímpicos cisnes de nieve. Hay mucho que ver y admirar
allí y en el esplendor de tantos dorados aposentos que
justifican el asombro de aquel viajero alemán von Harff que
después de visitar allí al príncipe, en su recorrido de
diversas cortes europeas, dijo que no creía que rey alguno
habitara palacio de semejante suntuosidad.
El príncipe
Carlos, hijo del matrimonio de doña Blanca de Navarra, hija
de Carlos el Noble, con el infante de Aragón don Juan, había
nacido en Peñañel el año de 1421 y recibió el nombre de su
abuelo que, como para contrarrestar ese nacimiento en tierra
extraña, ordenó se le enviaran seis nodrizas navarras, una
por cada merindad del reino. Juzgaba, al parecer, el rey, que
era preciso que quien nacía llamado a ser soberano de
Navarra, mamase el jugo vital de las sanas y auténticas hijas
de la tierra.
Y la
predilección de su abuelo se volvió a manifestar muy pronto
cuando, en enero de 1423, otorgó en lúdela carta real por la
que se instituía el Principado de Viana en honor de su nieto
de quien ya las Cortes del Reino reunidas en Olite seis meses
antes (junio 1422) juraron guardar la persona, honor y estado
como futuro rey de Navarra.
Todo parecía
sonreír alrededor del príncipe de quien un escritor de la época
nos dice: "Fue bello" y cuya dulzura y simpatía
juntamente con la nobleza y delicadeza de su espíritu son
prendas por todos reconocidas. "Muy sabio, muy sutil, muy
agudo y muy claro de entendimiento; gran trovador, grande y
buen cantador, cavalgador, cumplido en todo amor y gracia...
todo el tiempo de su vida amó mucho el estudio", según
un contemporáneo suyo. Su biblioteca, lugar de sus delicias,
constaba de un centenar de volúmenes en vitela, la mayoría
escritos en latín que son libros de historia, derecho y
teología. El Principe los guarda y acaricia como verdadero
hombre del Renacimiento que domina el italiano y el francés,
así como el catalán en el que alternan con el altísimo
poeta Ausias March. Era su más grande placer conversar con
hombres sabios y eruditos y su Crónica de los Reyes de
Navarra, su traducción de la Etica de Aristóteles y otras
obras suyas nos dan testimonio de sus talentos y sus afanes.
Nacido en
real cuna y dotado de tan altas prendas de carácter y
entendimiento todo hacía presagiar para don Carlos una de las
más felices y fecundas existencias. Pero la vida pronto se
torna cruel para este pequeño Hamlet, como con acierto se le
ha llamado, que, apenas salido de la adolescencia, ha de
enfrentarse con los fantasmas de la duda que le deparan un
destino de guerras y luchas civiles, enredos políticos,
destierros y prisiones y una temprana muerte lejos de su
patria.
La dureza y
la irrefrenable ambición de su padre va engendrando nubes de
tormenta en el horizonte que a duras penas logra mantenerse en
calma, gracias a la bondad de su madre doña Blanca sobre cuyo
corazón se moldea el de nuestro príncipe. Pero a la muerte
de ella (1441) la ruptura entre padre e hijo se hace
inevitable. La sospecha, pronto hecha realidad, de que su
padre va a casarse atormenta al Príncipe que sabe, por otra
parte, que así que su progenitor contraiga nuevo matrimonio
perderá el usufructo de viudedad, institución jurídica
navarra a la que don Juan pretende asirse para seguir
reinando, como efectivamente lo hace, nombrando al Príncipe
lugarteniente. Acepta éste a regañadientes, pero pronto
(1442) protesta ante las Cortes reunidas en Olite contra esa
usurpación de sus derechos cometida por su padre que se
apodera del gobierno. Las segundas nupcias que al año
siguiente (1443) contrae con doña Juana Enríquez, hija del
Almirante de Castilla, acaban de envenenar la disputa, pues la
madrastra lo fue en la peor acepción que corrientemente se da
a la palabra. Navarra se divide en dos bandos: beamonteses y
agramonteses y la sangre de sus hijos corre a raudales sobre
el suelo patrio debilitándolo y preparándole como a fruta
madura para el bocado de la ambición castellana.
El Príncipe
es derrotado en la batalla de Aibar y hecho prisionero. Puesto
finalmente en libertad, la firma del rey don Juan de un
tratado con su yerno el conde de Foix, mediante el cuai don
Carlos es excluido del trono, enciende otra vez la lucha con
nueva derrota del Príncipe que lia de tomar la ruta del
destierro. Cuando después de su estancia en tierras de
Francia e Italia, desembarca en Barcelona (1460), el amor con
que es recibido por los catalanes es tal que, al ser detenido
y desarmado delante de su padre en Lérida, Cataluña entera
se levanta a favor del Príncipe y el Rey ha de ordenar su
libertad (1461) haciendo entonces su segunda entrada realmente
triunfal en Barcelona. La corriente de mutuo afecto era tan
poderosa entre don Carlos y Cataluña que, como lo dijo
expresamente el arzobispo de Tarragona, "Estaban
aparejados (los catalanes) a poner sus personas y bienes y
toda la patria por la defensa del Príncipe, y por su
justicia, honra y estado; visto que el bien y daño eran
comunes del principe y de Cataluña". Porque en la prisión
de don Carlos los catalanes veían, además del patente
contrafuero, el oculto propósito del Rey de terminar con el
espíritu de independencia de Cataluña. Los catalanes
convirtieron al Príncipe en bandera viva de todas sus
reivindicaciones. Y, por un momento, los destinos de vascos y
catalanes parecían llamados a ser regidos bajo una égida común
en la que se abrazasen los hombres de uno y otro extremo del
Pirineo.
Desgraciadamente,
el Príncipe vino a morir ese mismo año frustrando tantas
hermosas esperanzas. Pero dejando un recuerdo que catalanes y
vascos reverenciamos en común y alzamos sobre nuestras
cabezas cada ve¿ que, en la lucha por la libertad de nuestros
respectivos pueblos, se mancomunan nuestros esfuerzos.
El
Universal, Caracas, Abril 2 de 1959.
* Amezaga, profundamente
enamorado de la personalidad de Navarra, se acerca asi al
Prind-pe ('arlos y su desgracia. Pronuncia una conferencia de
gran ésilo en el Paraninfo de la Universidad de Montevideo
que transformará luego en un documentado capítulo de su obra
El Hombre Vasco.