SAN IGNACIO Y EL EUSKERA*
Es un siglo
triste nuestro siglo XVI. A sus comienzos el reino de Navarra,
destinado a ser el fundamento y aglutinante del gran Estado
vasco, había caído a los golpes de las luchas intestinas hábilmente
explotadas en pronto provecho por aquel rey sin moral ni escrúpulos
a quien llamaban el Católico. La conquista del astuto y pérfido
aragonés pudo consolidarse porque ya los nabarros —en sus
clases rectoras, sobre todo— se habían extraviado
lamentablemente, en los caminos de su propio espíritu.
"Feliz Na-barra —había cantado dos siglos antes
Dante— feliz Nabarra, si se armase del monte que la
cerca". Pero el genio del florentino que al escribir esto
presentía ya la amenaza cernida sobre el reino pirenaico, no
acertó a decirnos que Nabarra, si quería conservarse, había
de apelar a un arma aún más poderosa que sus montañas
abruptas, la de su propio espíritu del que iba, poco a poco,
vaciándose. Nabarra y Euskadi toda.
Que la caída
no fue sólo del cuerpo vasco lo vemos claramente en nuestros
más poderosos exponentes espirituales de la época. Son Diego
de Es-tella, Malón de Chaide y Alonso de Orozco, entre los místicos;
es Ercilla en la poesía, Juan de Huarte en la filosofía; con
aquellas lumbreras del saber divino y humano que se llaman
Vitoria, Azpilicueta, Bañez de Arta-zubiaga, Menchaca, Arriga,
etc. Es inútil pretender encontrar a través de todos ellos
una línea expresada en lenguaje de su estirpe. No constituye
una excepción a esto San Ignacio.
Y, sin
embargo, este siglo pudo ser el de nuestro Renacimiento como
lo fue el de otros países. Mediando el mismo, un clérigo de
la Baja Nabarra, Bernardo de Etxcpare, había lanzado en el
primer libro impreso en lengua vasca su grito de resurrección
y de esperanza.
"¡Heuscara
oraindafio egon bahiz imprimitu bagaric, Hi engoiti ibilliren
mundu gucíetaric".
Euskera
tú, que
hasta ahora
has
permanecido sin imprimir
conocerás
en adelante
la
totalidad del planeta
Pero fue la
voz que clamaba en el desierto. En el mismo año de 1545 en
que aparecía el libro de Etxepare, se abrían las sesiones
del Concilio de Trento en que tanto había de influir el espíritu
de Ignacio. De las prescripciones de este Concilio nacen unas
humildes muestras de nuestra literatura en idioma vasco, los
catecismos. El primero, el de Sancho de Elio se imprime en
Pamplona en 1561. Diez años más tarde, y en campo bien
opuesto al ignacismo, germinaba una obra de mucho más
aliento: la traducción vasca del Nuevo Testamento debida a
Juan de Leizarraga. El y sus colaboradores trabajaron en esta
obra por mandato de la calvinista reina de Nabarra Juana de
Albret. Desgraciadamente, y para vergüenza de todos, habían
de pasar cerca de cuatro siglos para que un hijo ilustre de
San Ignacio y de Euzkadi, el Padre Ramón de Olabide (G.B.),
diera la necesaria réplica eon la publicación de su magnífico
"Itum Berria", obra que marca época en los anales
de la cultura vasca.
Si queremos
señalar un momento en que se pueda ver a los Padres de la
Compañía empeñados en una labor fecunda de resurgimiento y
difusión del euskera hemos de trasladarnos al primer tercio
del siglo XVIII en que destaca la figura del P. Larramendi
(1690-1766). El escribe la primera gramática de la lengua
vasca. "El imposible vencido" y publica también
aparte de otros trabajos relacionados con el vasco su
Diccionario Trilingüe. Creador de voces arbitrarias, nadie a
pesar de sus equivocaciones puede negar a Larramendi la gloria
de gran impulsor de nuestras letras. Reproduzcamos en su honor
unas líneas de una carta que dirige al P. Mendíburu: "¿ez
da lotsagarri, itz egin bear digutela euskaldunai Euskal
Errietan, ez guziok dakigun izkuntzan, ez gure erriko, gure
gurasoen izkuntzan, baizikan Gaz-telauen izkuntza errotean?"
Como
colaborador y continuador del Padre Larramendi tenemos a su
hermano en religión el Padre Kardaberaz que inunda Gipuzkoa
con sus libros de devoción escritos en vasco. Cierto que
Kardaberaz es generalmente un escritor descuidado en su léxico;
pero le redime la abundancia de su producción y el haber
escrito con su "Euskeraren berri onak" algo así
como la primera retórica en vasco, al modo que Larramendi
publicó la primera gramática y el primer diccionario.
Completa la
trinidad de los jesuítas euskeráfilos de esta época el
Padre Sebastián de Mendiburu (1708-1782), para nosotros, la
figura más simpática y, desde luego, literariamente, la más
alta de las tres. Natural de Oyartzun, el P. Mendiburu,
durante su estancia en Medina, había llegado casi a olvidar
su lengua nativa. La recobró sin embargo, poniendo en este
segundo aprendizaje un empeño
en llegar a la entraña de la lengua que le convirtió en uno
de los maestros de nuestras letras. Publicó en 1747 su Je-susen
Biotzaren Debozioa, en 1759 sus preciosos Oíotz Gaiak y, en
1762, el Euskaldun Onaren Bíztera. Aunque, para hacerse
comprender mejor de todos, Mendiburu, deliberadamente, recurre
a veces a un léxico menos puro, la riqueza de su verbo, la
abundancia de su vocabulario y la elegancia de su sintaxis no
le abandonan nunca, haciendo de él uno de los escritores al
que tiene que estudiar a fondo quien, de veras, quiera conocer
los recursos de nuestro idioma. Mendiburu que, aunque
guipuzcoano, pertenecía dialectalmente a Nabarra, fue también
el gran misionero euskaldun de esta región cuyos principales
pueblos recorría todos los años durante los meses de verano.
En la iglesia de San Cernin de Pamplona sus sermones constituían
otros tantos llenos, pues hasta la gente que entendía con
dificultad el vasco acudía a oirle. No poca parte en el
extraordinario éxito del llamado "Cicerón vasco"
tenía su extendida fama de santo y hasta la elegancia y
nobleza de su figura.
En 1767,
cinco años después de publicado su último libro y cuando
seguramente se preparaba a dar los últimos toques a otros que
dejó manuscritos, el Padre Mendiburu hubo de tomar e¡ camino
del destierro. Así lo disponía aquella Real Orden de Carlos
III, cuyos fundamentos permanecían sepultados "en su
real pecho". Después de grandes peripecias, fue a dar a
Córcega y, más tarde, a Bolonia donde unos años después
murió.
Las lágrimas
de los vascos que le acompañaron en su camino de Iruña a
Donostia, donde embarcó, lloraron la pérdida para las letras
vascas de uno de sus más ilustres cultivadores.
El
Plata, Montevideo, 1945.