HONRANDO a DARDO REGULES
Vicente de
Amezaga, aquel exilado vasco compañero de los Presidentes del
Gobierno vasco Aguirre y Lei?aola, que vivió algunos años en
nuestro país conquistando el aprecio y el afecto de todos los
espíritus democráticos, y que se halla hoy en Venezuela, ha
escrito sobre la personalidad de Dardo Regules, en "El
Universal" de Caracas, la bella página que reproducimos
en seguida.
Nos
sorprende dolorosamente la noticia del fallecimiento del
doctor Dardo Regules, procer figura del Uruguay contemporáneo,
quien en la vida política y social, en el Senado y en el
Ministerio, en la tribuna pública y en la cátedra
universitaria, en el periódico y en el libro, ha sido siempre
una alta presencia que resonaba con inconfundible acento en la
noble tierra de Artigas. Su brillante personalidad puede ser
desdoblada en múltiples facetas de las cuales queremos
recordarle hoy en las tres que para nosotros mejor le
configuran: hombre del Uruguay, hombre de Cristo, hombre de la
Libertad.
Como
uruguayo, Regules gozó del privilegio de formarse en aquella
generación que creció escuchando a los maestros serenos:
Zorrilla de San Martín, Rodó y Vaz Ferreira. Si su
militancia católica y sus maravillosas dotes de orador nos
hacían muchas veces sentir en él resonancias del genial
autor del Tabaré, también en otras como aquellas sesiones de
la Academia de Letras, baños de serenidad en los manantiales
más puros del espíritu, al oírle desgranar sus discursos de
impecable arquitectura, creíamos ver asomar, entre las marmóreas
frases, el cincel de aquél que supo proclamar que el hablar
bien es una de las más altas formas de ser bueno; así como
en muchas de sus penetrantes observaciones se nos antoja
percibir ecos del gran pensador y sentidor que nos legó el
Fermentarlo.
Regules era
un uruguayo enamorado de su tierra y su pueblo, orgulloso, y
con razón, de aquel maravilloso asilo de las luces y la
libertad. Sabía muy bien que no hay para el hombre alimento
que iguale al que le brindan sus propias raíces telúricas y
conocía la profunda sabiduría de la sentencia bíbilica:
"Bebe del agua de tu aljibe". Pero, como sucede a
todos los hombres que son honradamente de su pueblo, sentía
también como suyos los problemas de los pueblos todos, sobre
todo aquellos en cuya raíz se debatía el supremo negocio del
hombre: la libertad. Y, uruguayo de punta a punta, era también,
podríamos decir que simultáneamente, americano integral.
Para él América
era el Continente de la Esperanza, asiento y punto de partida
de una futura humanidad mejor; y hasta qué punto se hallaba
embelesado con esta idea lo muestran, entre muchas otras,
estas palabras dichas en Bogotá, donde acudió, en abril de
1948, como Presidente de la Delegación del Uruguay a ia IX
Conferencia Panamericana: "Podemos pensar con orgullo y
con responsabilidad que la única zona en el mundo donde hay
una esperanza de paz es América, y que la única garantía
para la paz vuelve a ser América y sólo América en el mundo
entero".
Su vida se
proyectaba recta hacia Cristo, hacia Jesús, como él gustaba
de decir. El luminoso Jesús de ios Evangelios era para él no
sólo el verdadero Dios, sino, naturalmente, e! más alto
paradigma humano al que había que procurar imitar siempre en
sus supremas virtudes de pureza y comprensión. Y así, desde
las raíces de una juventud vivida con ejemplar pureza, fue
hilando su vida con el esfuerzo diario de la caridad y la
tolerante comprensión. Este presentaba a todos el espectáculo
de una conducta diamantina contra la que tenían que embotarse
los dardos de cualquier adversario filosófico o político, el
que, al cabo, había de rendirse ante ella y ofrecerle el
homenaje de un respeto tan honroso para el oferente como para
Regules mismo. Y era de ver cómo al reconocido líder del
partido católico uruguayo se acercaban, impulsados del
respeto y del afecto, los hombres de las más antagónicas
ideologías, quienes, si sabían bien que no cabía esperar de
su firmeza la más leve dejación de sus ideas en lo que éstas
tenían de fundamentales, sabían aún mejor que trataban con
un hombre que siempre tendría para las ajenas no sólo el máximo
respeto sino la más generosa comprensión. Y se dio el caso
de que un Presidente de la República, reconocidamente agnóstico,
en un acto que hablaba muy alto de su honestidad política y
su inteligencia, llamara a Regules a ocupar el Ministerio del
Interior, como la mejor garantía de unas elecciones generales
que, efectivamente, fueron modelos de integridad. Y, cuando al
dejar el Ministerio, le fueron insistentemente ofrecidos
cargos de representación exterior como para colmar la ambición
de cualquiera, Regules, que no era hombre de fortuna, se
reintegró sencillamente al seno de su pequeño partido y al
ejercicio de su bufete, expresando, con agradecimiento, pero
con noble dignidad, que esperaba poder seguir viviendo de su
trabajo, sin tener que deber nada a la política. Y siguió
saliendo siempre de entre las salpicaduras de ésta y su
cotidiano dialogar con cuanto adversario se le presentaba en
el camino, limpio con aquella limpieza que aprendió del Jesús
de los publícanos y las pecadoras.
Era Regules
un hombre de la Libertad. Todos los que lo conocieron saben
bien que el amó a la libertad. "El más grande invento
de Dios", segün las magníficas palabras de Peguy, era
su pasión dominante. Su profundo sentido cristiano
complementario, si así lo podemos decir, por su integral
oriental i dad, le hacían sentir la dignidad del hombre en
ese su don más exceiso, con una emoción religiosa y humana
en la que vibraba su espíritu entero. Por eso lo vimos
presente siempre en toda causa en que había que defender una
libertad amenazada; por eso él, tan cordial y tolerante
siempre, permanecía clavado en inflexible postura ante toda
forma y color de dictadura, mostrando su mayor intransigencia
ante las que pretenden cubrir, con el más sagrado manto, el
estercolero que es su esencial habitación. "Yo puedo
concebir que se fusile y deporte a la Siberia en nombre del
materialismo histórico —le hemos oído más de una vez
decir—, pero lo que jamás admitiré es que se torture y se
fusile en nombre de Cristo". Y valientemente arrancaba la
máscara de la tiranía que avergüenza a España, haciendo
ver a sus correligionarios, los católicos del Uruguay, que
"Franco proclama que sirve a la Iglesia, cuando la única
verdad es que se está sirviendo de ella"; por eso él,
por cuyas venas no corría una sola gota de sangre vasca,
estaba, en cuerpo y alma, con la causa de nuestro pueblo y
presente siempre, lo mismo en las visitas del Presidente
Aguirre que en la reciente del Lendakari Leizaola.
Con su pérdida
todos hemos perdido mucho. Nosotros lamentamos hoy, sobre
todo, la desaparición del amigo bueno, cordial y sabio al que
debemos tantas horas luminosas. Y, en estos momentos transidos
de dolor, sólo un consuelo podemos hallar; el mismo que
invocaba para sí en una ocasión semejante: "...esta
hora sería inconsolable, si una fe interior no nos iluminara
el misterio que se cierne sobre los horizontes, y no nos
asegurara la esperanza de un reencuentro final, donde nos
diremos de nuevo todo lo que nos dijimos en la vida, pero
también todo lo que no nos dijimos".
El
Universal, Caracas, 1961. El Plata, Montevideo, 1961.