CASTELAO* A SU MUERTE
Estamos hoy
junto al dolor de Galicia que llora la muerte de su hijo más
esclarecido, Alfonso Rodríguez Castelao; estamos junto al
dolor de Galicia que es hoy también nuestro propio dolor.
Porque
debemos mucho a Castelao. Le debemos, en primer lugar, el
regalo inapreciable de su amistad cuyo recuerdo será siempre
una de las cosas buenas de nuestra vida. Porque era la de
Castelao una de esas presencias bienhechoras que reconcilian
al hombre con el hombre mismo. Escritor, erudito, dibujante,
humorista, todo ello de subidísimos quilates, era por encima
de todo eso, o diríamos mejor como base y sustento de todo
ello, un corazón generoso, un alma cristalina, una conciencia
y una conducta de aquéllas que en definitiva son las que dan
la medida del valor de un hombre.
Le debemos
también el descubrimiento de Galicia. No la conocíamos o la
conocíamos mal hasta que la pudimos contemplar a la luz del
enamorado corazón de este hijo de excepción que con su doble
vista de patriota y de poeta, penetraba sin esfuerzo y sin
fatiga hasta la entraña misma del alma de su pueblo en todas
sus facetas. Entonces conocimos la verdad gallega, la terrible
yerdad de un pueblo bueno, laborioso y noble, rebajado de su
propio nivel por siglos de un centralismo insaciable; la trágica
verdad de una raza que ha de ver a sus hijos, hombres de
trabajo y empresa, forzados a una agotadora e incesante
emigración de sus dulces tierras, porque en ellas sus sudores
sólo sirven para llenar ajenas arcas; la verdad maravillosa
también de una patria olvidada, arcaica y original en cuyo
saudoso verbo reyes y trovadores supieron revestir la alteza
de sus conceptos en el que gimió el enamorado Macías y la
divina Rosalía entonó sus cantos de amor, de dolor y de
esperanza; ese verbo que fue grito de dolor en los magníficos
versos de Curros Enríquez y resonó con acentos proféticos
en las vibrantes estrofas de Eduardo Pondal.
Nosotros,
hombres de otra raza, aprendimos con Castelao a querer
hondamente a Galicia, pueblo que, en siglos de dolor y de
martirio, no ha podido aún encontrar, por los caminos de la
Historia, la senda de su auténtica y aún no revelada
grandeza.
¿Pues,
y Galicia, que no le deberá? Nada hay que quitar a los
precursores como Faraldo y Brañas, ni a la legión de
patriotas que tras ellos va creciendo, ni a los mártires como
el insigne Alejandro Bóveda que la tiranía franquista ha
alzado para siempre a la adoración fervorosa de los corazones
gallegos. Sin restar nada a ellos, podemos decir que habrá
que llegar a Castelao para que el alma gallega encontrase a su
máximo intérprete; a un hombre que la encarnase plenamente
en altura y en hondura; a uno que fuese como Castelao lo ha
sido y lo será ya siempre, más que un hombre, un compendio y
un símbolo; un forjador de pueblos y un líder sin siquiera
proponérselo; un ser en el que estaba toda entera y
desbordante, caliente y viva el alma de Galicia. Porque eso ha
sido, en resumen, Castelao: todo un pueblo y una patria.
Por eso ésta
se duele hoy; por eso visten de luto los campos gallegos;
llora su cielo con aquella lluvia, incesante, evocada en los
versos de Rosalía:
"Cómo
chove muidiño, Cómo muidiño chove; Cómo chove muidiño Pol
- a banda de Laiño, Pol - a banda de Lestrobe"
Llora hoy
su dolor Galicia, pero sabiendo que es este dolor de aquellos
que han de convertirse en alegría. Porque hombres como
Castelao jamás han vivido en vano para el pueblo que los vio
nacer. Su ejemplo, su obra, su recuerdo quedan para siempre
como fuerzas tutelares de la tierra que amó tanto. Los bárbaros
poderes que hoy martirizan a ésta pasarán al desprecio y al
olvido; pero el recuerdo de este hombre de la libertad, de
este hombre supremamente inteligente, bueno y amable; de este
hombre que pasó por el mundo con la conciencia de un justo;
el corazón de un apóstol y la sonrisa de un niño, se hará
cada día más y más presente, más vivo y actuante en el
alma de Galicia, el amor a la cual, puro, pleno y sin
reservas, fue la suprema razón de su existencia.
El Plata,
Montevideo, Enero 11 de 1950.