EL PASTOR BUENO. MONSEÑOR
ARIAS*
Lo
recordaremos siempre. Con el buen recuerdo que en nosotros
dejan esas presencias bienhechoras que vamos hallando en el
camino de la vida y que labran, en definitiva, la mejor parte
de ella.
Lo
recordamos en la bondad de su corazón. Aquella su radical
bondad con que sabía comprenderlo todo mejor aún, si cabe,
que a través de su clara inteligencia. Porque si ésta es luz
capaz de las más profundas revelaciones, no actúa como el
fuego del corazón que nos funde y moldea a imagen y semejanza
de nuestro prójimo haciendo nuestros, no sólo sus pesares y
sentires, sino, lo que aún más vale, los motivos y razones más
íntimos de ellos.
Lo pudimos
ver así, una y otra vez, identificado con nuestros propios
problemas. Con la tragedia de nuestro pueblo vasco, uno de los
más sólidamente cristianos del mundo, sacrificado a las
inconfesables ambiciones de quienes, para poder mejor
satisfacerlas, se proclamaron campeones de la Cruz. Como si ésta,
símbolo de la libertad de las almas, pudiera, en ningún
caso, servir para legitimar la tiranía y justificar el
genocidio; como si Cristo no fuera, ante todo, libertad; esa
libertad que dignifica a los pueblos como a los hombres al
constituirlos en dueños de la elección de sus propios
caminos; como si Cristo no fuera, por sobre todas las cosas,
amor radicalmente incompatible con toda forma velada o
confesada de régimen de fuerza.
Era Monseñor
Arias esencialmente un hombre de su pueblo. Un venezolano de
corazón que sentía en lo más hondo de !a entraña el
palpitar de todos los problemas, las zozobras y las angustias
de las clases más desamparadas del país. Como sabía sentir
en su alma, naturalmente demócrata, todas las heridas y
ofensas que a la dignidad de su pueblo se hizo en negros días
padecer. Por eso, alerta siempre a sus necesidades
espirituales y temporales, sabía acudir con su palabra y con
sus obras al remedio de ellas. No fue nunca — y ahí están
sus valientes pastorales para testimoniarlo — de la clase de
aquellos pastores a los que las Escrituras llaman "perros
mudos" ni de "los que se apacientan a sí
mismos", sino de los que saben bien que su misión es
apacentar a su rebaño. Y al servicio de
éste consagró su vida que giró entera bajo el signo de la
sencillez. El alto dignatario de la Iglesia fue siempre fiel
reflejo del hombre que conocimos a través de un alma pura y
transparente; incapaz en su sencillez de concebir siquiera
desviaciones de conducta motivadas en factores de conveniencia
o complicaciones de diplomacia. Era uno de esos hombres
limpios a los que posee por entero la verdad y llevados de
ella a nada saben temer ni a ninguna otra cosa aspiran sino a
que esa verdad resplandezca, seguros de que, en fin de
cuentas, no hay gloria alguna que así pueda coronar al hombre
como la rectitud de su conducta, ni política tan sabia como
la que, huyendo de pretendidas sutilezas, endereza siempre sus
pasos por la luminosa vía de lo justo y de lo honesto.
Su
desaparición nos afecta hasta lo más hondo, pues sabemos
bien lo que con su pérdida todos hemos perdido; por eso su
recuerdo perdurará siempre en nuestros corazones que lloran
por el Pastor y el amigo. Pero las palabras sobran ya. Más
autorizadas que las nuestras han señalado, por otra parte,
justicieramente, el volumen y la hondura de la obra por Monseñor
Arias realizada o puesta en vías de ejecución. Frente a ella
hemos de ahogar nuestra pena, recordando la consoladora
sentencia de la Escritura: "Bienaventurados los muertos
que mueren en el Señor. Ya desde ahora dice el Espíritu que
descansen de sus trabajos, puesto que sus obras los van acompañando".
El
Universal (?), Caracas, Octubre 7 de 1959.
* Monseñor Arias era
Arzobispo de Caracas. Fue gran amigo de los vascos. Murió cu
un accidenle de coche.