ARAMBURU*
Pocas
herencias más ingratas y difíciles que las que las
dictaduras dejan. A los pocos años de alegre derroche que
muchas veces sirve para dar una falsa apariencia de
prosperidad; al período de rígido orden que no es tal sino
sustitución del debido estado de conciencia que individual y
colectivamente impone desde dentro a cada ciudadano el sentido
de la responsabilidad, por aquel otro status en que la
reglamentación hace callar las voces de protesta o de simple
disconformidad con lo ordenado por el superior cerebro que ha
de pensar por todos y para todos; a la acumulación, en una
palabra, de tanta y tanta cuestión cuya resolución fue
durante años y años artificiosamente diferida, ha de suceder
un período que todos desean, naturalmente, breve, de
reordenación de valores, de realista fijación económica, de
encararse con cada problema vivo y presente y luchar con él,
a brazo partido, sabiendo que el solucionarlo es obra del
diario esfuerzo y que nadie en las cosas humanas contó nunca
ni contará jamás con una universal panacea en la que de
antemano están consignadas las inmutables soluciones.
Este período
de ingrato y arduo laborar en que forzosamente ha de huirse
del oropel de las brillantes realizaciones y ha de pasarse por
ello, tantas veces, por el vía crucis de la incomprensión y
aun el desprecio, es el que actualmente estamos viviendo en
Venezuela; el que en tantos otros países hemos conocido, y el
que habrán de sufrir otros que en carne viva nos duelen,
cuando la caída de los déspotas, que hoy de su soberana
voluntad hacen ley, vuelva a dejar en manos del pueblo,
juntamente con el ejercicio de su dignidad recobrada, la
responsabilidad de pensar y resolver, entre todos, las
preocupaciones y tareas que de todos y de cada uno son.
Así sucedió
en la República Argentina donde un régimen inicuo sembró la
corrupción y la subversión de valores por todo el país;
donde el hombre que se autoerigió en el único cerebro
pensante y voluntad actuante de la nación consiguió algo que
parecía increíble si los regímenes dictatoriales no nos
hubiesen ya enseñado a creer en los más inverosímiles
disparates. Consiguió que uno de los países más ricos y prósperos
de la tierra; un Estado de ya proverbial riqueza y que, en los
años inmediatamente posteriores a la terminación de la
guerra mundial, pudo todavía constituirse en poco menos que
el granero del mundo que hambreaba, llegase, al terminar los
* Aramhuru,
Pedro Eugenio, residente en Argentina (- 1970). En 1960 visita
Venezuela y es recibida en el Cemro Vasco de Caracas. En mayo
de 1970 fue secuestrado. Dos meses más tarde, apareció su
cadáver en Timóte, cerca de Buenos Aires. años
del régimen que quiso disfrazarse de protector de las clases
desheredadas, fervoroso de espíritu nacional y pleno de
paternales ansiedades, al borde de la miseria económica, el
desastre financiero, la subversión social y el caos político.
Afortunadamente
para ese gran país, la Providencia, además de otras
bendiciones, puso a su frente en el difícil período de
reconstrucción a un hombre de los que al hacer culto de su
propia honra, hacen, a la vez, la honra del pueblo a que
pertenecen. Un hombre de clara mente, enérgica voluntad y
limpio espíritu libre de ambiciones o dominado, quizás, con
toda la fuerza de su recio carácter: la de trabajar por la
elevación de su país sin pensar para nada en la elevación
propia; imponer el orden democrático llamando a los
conciudadanos a las propias responsabilidades, para lo cua!,
entre otras cosas, había de convocar a elecciones generales
cuya pureza se encargó inflexiblemente de mantener, poniendo
así en marcha el libre juego de la voluntad ciudadana en el
ejercicio de ese fundamental derecho; naciéndose él
voluntariamente a un lado en una designación para la que, sin
duda alguna, contaba con el cordial y decidido apoyo de la
mayoría; y prometiendo entregar inmediatamente el poder a
quien la voz del pueblo designase por mandatario.
Y lo cumplió
así. Y en estos tristes años en que la condición humana
pareciera rebajarse hasta los suelos en tanto ambicioso y
ambiciosillo, en tanto dictador y dictadorcillo como viene
avergonzando al mundo, el general Pedro Eugenio Aramburu fue y
es nada más y nada menos que todo un hombre, a cumplir simple
y sencillamente con la palabra que dio; venciendo dos veces al
vencerse a sí mismo y dando testimonio, una vez más, del
valor de esa institución que desde tiempos antiguos adquirió
caracteres casi sagrados y relieves de figura jurídica en las
orillas de El Plata: la palabra de vasco.
Al pensar
en este hombre que estos días nos honra con su presencia,
hemos recordado, más de una vez, aquellas encendidas palabras
de su otro compatriota, también de su misma estirpe, el
ilustre Esteban Echeverría: "Los esclavos o los hombres
sometidos al poder absoluto no tienen patria, porque la patria
no se vincula en la tierra natal, sino en el libre ejercicio y
pleno goce de los derechos ciudadanos... Acordaos que la
virtud es la acción, y que todo pensamiento que no se realiza
es una quimera indigna de un hombre... Gloria a los que
trabajan dignamente por hacerse dignos hijos de la patria: de
ellos será la bendición de la posteridad. Gloria a los que
no transigen con ninguna especie de tiranía y sienten latir
en su pecho un corazón puro y libre y arrogante".
El
Universal, Caracas, Febrero de 1960.