LARRAÑAGA,
EL EXIMIO URUGUAYO PERTENECIENTE A NUESTRA ESTIRPE
Desde la
alta y serena cátedra de la Academia Nacional de Letras fue
dictada una lección de singular jerarquía, sobre la figura
procer de Dámaso Antonio Larrañaga. Concebida con
inteligencia y amor, dicha con la naturalidad, el calor y la
vida que sabe comunicar a sus discursos el ilustre disertante,
fue, de principio a fin, una pieza perfecta en total armonía
con el tema, el autor y la tribuna. Y perdónenos la ejemplar
modestia de Monseñor Barbieri, estos conceptos que no son
elogio sino justicia. El, preclaro hijo del Pobrecito de Asís,
sabe mejor que nosotros que no es en las alabanzas de los
hombres donde hay que buscar a la perfecta alegría.
De las
muchas cosas bellas y ejemplares que allí escuchamos,
destacaremos en estas breves líneas su magnífica definición
del "hombre de letras". Tantas y tan bellas se han
dado que parecía difícil añadir nada de nuevo. Y, sin
embargo, el disertante supo hacerlo con fortuna con sólo
proyectar luz sobre una faeeta que rara vez hemos visto
considerada en estos casos: la de la generosidad. No basta el
ingenio, no es suficiente la erudición. El docto, el
humanista encerrado en su torre de marfil, agudamente aquejado
de narcisismo intelectual; el avaro de sus conocimientos, el
que los crea o atesora para sí solo, para su particular
deleite nunca será, pese a la riqueza de ellos, un eabal
hombre de letras. Tan cierto es que no hay bien perfecto si no
lo comunicamos y los de belleza y verdad que en el cultivo de
las letras se engendran, crecen y se perfeccionan a medida y
proporción de la generosa comunicación que de ellos hace su
afortunado poseedor.
Esto lo
sintió y practicó bien Larrañaga y de ahí su grandeza. No
fue el suyo, por cierto, un espíritu mezquinador de sus
dones, avaro de sus tesoros, replegado en el goce de sus
conocimientos. Por naturaleza e instinto, fue generoso; lo fue
también por su profesión, obediente al precepto paulino:
"Quien tiene ciencia dé ciencia..." Estudió a la
estrella y al sapo, a la rosa y al gusano, al hombre y a la
sociedad; los temas más diversos fueron cebo para su
insaciable curiosidad científica y este estudio prendió en
su espíritu una luz que ya no había de apagarse más ¡Que
de maravillas alumbraba ella! ¡Qué purísimos goces brotaban
de su contemplación! Pero esta luz y estos goces era preciso
comunicarlos en ía medida de lo posible; era necesario llevar
este bien, cuanto antes, al común disfrute. Vivía Larrañaga
en una sociedad pobre aun en conocimientos, en el seno de una
patria naciente en la que todo o casi lodo estaba por hacer:
Universidad, escuelas especiales, bibliotecas... De todo esto
carecía el país y a remediar tanta
orfandad había de acudir Larrañaga con su vasta ciencia y su
celo infatigable. El que fue en su época el hombre más sabio
del Río de la Plata pudo por esto mismo y por su patriotismo
acendrado ser el más eficaz colaborador de Artigas. Bien lo
comprendió éste, a la vista de los esfuerzos de Larrañaga,
al dar su célebre consigna: "Sean los orientales tan
ilustrados como valientes". Sentía bien el Precursor el
valor del mito de Minerva naciendo de la cabeza de Júpiter,
armada de todas armas.
En esta
hermosa conferencia que recién escuchamos al mismo ilustre
disertante en el salón de actos de la Universidad, estudiaba
éste en Larrañaga, fundador de la cultura uruguaya, al
patriota y al demócrata. Todas estas facetas de su espíritu
tienen seguramente la misma generosa raíz. Había en Larrañaga
una mente lúcida, pero había mucho más; esa luz se había
hecho calor y ese calor energía en un proceso generativo de
belleza, verdad y bien y ello le llevaba a volcarse, en una
total entrega, al progreso y bienestar de sus conciudadanos, a
su dignificación y elevación; ello condujo a este ejemplar
sacerdote a ser el ardoroso demócrata que en él admiramos.
Pero cuando
llegamos a esta consideración, un torrente de emociones nos
sacude y nos grita que es este aspecto de Larrañaga el que,
tal vez, más reciamente acusa su filiación racial. Aquí
vemos a plena luz al vastago del pequeño pueblo vasco, que
resolvió, sin duda mejor que otro alguno, el difícil
problema de dar a Dios y al César su justo tributo, en una
maravillosa armonía de religión y democracia, de fe y de
libertad. Es el pueblo del que, fruto auténtico, genuino e
inconfundible, nació aquel Padre Vitoria que supo enfrentarse
a Emperador y Papa en defensa de los derechos de la gente
americana. Pero no sucumbamos a la tentación de fáciles
citas. Huelga hacerlas a la vista de ese clero vasco que es
nuestro orgullo porque él se ha ganado el respeto y simpatía
de todos los hombres dignos, creyentes o incrédulos, con su
adhesión heroica a la causa del pueblo y su cruenta inmolación
en los altares de la libertad.
El Plata,
Montevideo, Setiembre 7 de 1948. El Día, Montevideo,
Setiembre 20 de 1948.