ANDRÉS DE URDANETA
Desde
Carlyle y Emerson, el culto a los héroes, a los grandes
hombres que con su vivir modelaron la vida de sus pueblos, señalando
dimensiones humanas superiores en la virtud y en el saber, en
el valer y en el hacer, es algo que cada vez apasiona más al
hombre quien, por otra parte, siempre llevó dentro de sí
esta disposición a admirar a un semejante ante cuya exaltación
se siente un poco mejor y más capaz de levantarse él también
sobre su propia esfera.
Así nos
sucede hoy al evocar la figura de Andrés de Urdaneta en este
año de 1961 en que se conmemora el IV centenario de su
descubrimiento de la ruta de vuelta en el Pacífico desde las
islas de Oriente al Nuevo Mundo que, durante más de cuarenta
años, tantas vidas y tanto esfuerzo y predecesores suyos costó.
Andrés de
Urdaneta, cuyo apellido tan hondas resonancias suscita en esta
tierra en que floreció, con gloria, sangre de esa misma
estirpe, nació en la villa de Ordizia (Villafranca) de Guipúzcoa,
el año de 1508. Una visión esquemática de su extraordinaria
existencia la podemos obtener considerándola en tres etapas
fundamentales.
La primera
que se extiende hasta 1535, comienza en 1525 en que Urdaneta,
apenas un mozo aún, sienta plaza en aquella expedición que
parte para las Molucas "donde nasce el clavo de giroflé",
como él en su "Relación" escribe, y que va al
mando del Comendador Fray García de Loaisa. Conocidas son las
peripecias de esa navegación, los cadáveres de cuyos jefes
va recibiendo el mar implacable. Primero será Loaisa; tras él,
Sebastián de Eícano, el hombre que primero dio la vuelta al
mundo y que desde el principio distingue a su joven paisano,
uno de los siete compatriotas que firman su testamento y en el
que aparece favorecido Urdaneta, quien igual aprecio va
mereciendo de los sucesivos jefes que no hacen sino reconocer
las extraordinarias aptitudes del joven nauta que pronto
encuentran ocasión de manifestarse, en todo su valor, en
aquellos años de constantes dificultades y peligros en las
Molucas donde, en las luchas con los portugueses, con los indígenas
y las que surgen entre los mismos compañeros de expedición,
se revelan en él aquella serie de sorprendentes facetas que
conforman su personalidad: diplomático y guerrero, consejero
y amigo de los reyes de Tidore y de Gilolo; apto como nadie
para hacerse de los secretos de la navegación por los
recovecos de aquellas islas y como nadie también conocedor de
los idiomas de sus habitantes. Todo lo aprende y se hace a
todo. Y cuando, en 1535, regresa de las Molucas, el joven poco
más que un grumete que había embarcado en la nave de Elcano,
era ya el hombre Urdane-la que, en aquellos años de dura
formación, se había forjado para todas las trascendentes
empresas que, sobre mar y tierra, le aguardaban.
La segunda
etapa comienza cuando, tras breve estada en la patria, embarca
en 1538 para el Nuevo Mundo donde sus actividades se ejercitan
en dos direcciones totalmente disímiles. En los catorce años
primeros, es decir, hasta 1552, recorre tierras,
principalmente las de México, en donde, según sus palabras:
"me fueron encomendados cargos de calidad, así en los
casos de la guerra que se ofrecieron, como en tiempo de
paz". Sabemos, en efecto, que aunque su viaje a América
fue a persuasión de don Pedro de Alvarado, Gobernador de
Guatemala, quien veía en Urdaneta el guía ideal para su
proyectada navegación a través del Pacífico en busca de
nuevos campos de riqueza, las circunstancias hicieron que ni
esta navegación ni otras en que debió tomar parte principal
se realizaran. Lo hallamos, por estos años, en varias
empresas guerreras en Jalisco, Guadalajara y otras partes y,
de pronto, en 1552, sobreviene su entrada en religión en cuya
decisión se han querido ver influencias ya del obispo
Zumarraga, ya de Fray Gerónimo de Mendieta. Mas fácil parece
ser que obrara en él la de Diego de Olarte que, además de
compatriota suyo, como los dos anteriores, fue muy su amigo y
cuyo ejemplo, como el de quien después de haber sido
destacado soldado de Hernán Cortés enterraba todas sus
ambiciones terrenales y quizá sus remordimientos de
conquistador en el silencio de un claustro, hubo de mover más
que ningún otro a Urdaneta quien, tras un año de noviciado,
hacía su solemne profesión el 20 de marzo de 1553, en la
Orden de San Agustín en la que pronto destacó por su
extraordinaria inteligencia y su libertad de pensamiento que
le hizo, entre otras cosas, identificarse con Fray Luis de León
al declarar a raíz del arresto de éste: "A la verdad
que sí lo queman pueden quemarme también a mí, porque
pienso exactamente como él". Urdaneta, entregado por
completo a sus estudios teológicos y a los deberes que los
altos cargos que desempeñó en la Orden le imponían, había
realizado por entonces el mayor viraje en redondo en su vida
de extraordinario navegante.
Pera
entonces surge lo inesperado. Felipe II quiere asentar su
dominio en las Islas Filipinas —que llevarían su nombre—
y asegurar para ello una base en el Nuevo Mundo, mediante el
descubrimiento, para el viaje de vuelta a éste, de la ansiada
ruta de occidente a oriente. Y como sabe que el fraile
ex-navegante sigue siendo, en frase del Virrey de México, don
Luis de Ve-lasco, el hombre "más hábil y experto en el
arte de navegar entre todos los entendidos en él así en la
Nueva como en la Vieja España", se da el extraordinario
caso de que el anhelo del Rey va a golpear a la puerta de
su celda para confiarle la
dirección de la importante empresa. Esta, naturalmente, ha de
llevar un jefe militar, pero el tal será escogido por el
propio Urdaneta, como ya [o dan a entender las palabras del
dicho Virrey al hablar a Felipe II del nombramiento de Legazpi
para tal cargo: "no se ha podido elegir persona más
conveniente y más a contento de Fray Andrés de Urdaneta, que
es el que ha de gobernar y dirigir la jornada, porque son de
una tierra y deudos y amigos; y conformarse han".
Lo que
sigue es conocido. Urdaneta, arrancado de su quietud monástica,
después de protestar contra la pretendida conquista, pues
para él era claro que las Filipinas estaban entre los
territorios prometidos a Portugal por Carlos V en 1529, se
somete al mandato de sus Superiores y, en su
"Memoria" al Rey, expone el plan del viaje. Este se
inicia en noviembre de 1564 y en febrero de 1565 la expedición
llega a las islas en donde el comprensivo proceder, siempre
observado por Urdaneta y Legazpi para con los indígenas, ha
merecido que se escriba que "La conquista de las
Filipinas apenas se menciona en la historia, precisamente
porque es la más humana en los anales de la colonización".
Pero la
estancia de Urdaneta había de ser breve. Tenía ahora ante sí
a su máximo empeño. Y, a pesar de la conmovedora carta que
firma toda la oficialidad del campo de Cebú, con Legazpi a la
cabeza, pidiendo al Rey no les prive de quien en la ida y en
la estada en las islas había sido "luz, consuelo y
amparo de todos", afronta la incierta ruta de regreso,
con lo que ha de hacer buenas las.palabras del Virrey
mexicano: "Después de Dios se tiene confianza que... (Urdaneta)
será causa principa! para que se acierte con la navegación
de la vuelta para Nueva España". Y acertó, guiando la
nave no ya sólo como piloto, sino como dice el cronista
Grijalva, en muchas ocasiones, como simple marinero. Y a través
de vientos, corrientes, arrecifes, con un saber sólo
igualado, en aquel buque de enfermos, por su constitución de
hierro y su inquebrantable voluntad, la llevó a su destino y
fijó, para el futuro, el ansiado derrotero.
Mairin
Mitchell, la admirable investigadora y escritora inglesa a la
que el embrujo del mar ha llevado a componer ya varias
hermosas historias de navegantes y navegación, principalmente
sobre temas ingleses y vascos, nos ofrece en su última obra1
una amplia y certera visión de la vida y obra de Urdaneta a
cuya lectura debemos las líneas que anteceden.
El
Universal, índice Literario, Caracas, Agosto 24 de 1965.