1RURETA GOYENA V LOS VASCOS.
PERDIDA SENSIBLE
Asistíamos
el pasado día al sepeüo de los restos del doctor Irureta Go-yena.
La voz del avezado y elocuente representante del Poder
Ejecutivo sonaba quebrada por auténtica e indisimulada emoción
que comunicaba una nueva belleza a sus magníficos conceptos.
Esa voz nos anunciaba, desde el comienzo, el gran duelo de la
patria oriental por el derrumbamiento de una cumbre.
Y así es,
en efecto. En el foro, en la cátedra, en ia tribuna, fue
Irureta, siempre, figura de proporciones no comunes. Hombre de
sustancia y de doctrina, de reflexión y de estudio, era al
mismo tiempo un humanísta de raza a quien la vocación y el
estudio de los mejores modelos condujeron pronto al dominio de
su instrumento. Tenía el culto de la forma y el sagrado
respeto del verbo, resplandor del espíritu, y sabía, con Rodó,
que decir las cosas bien es una de las formas de ser bueno.
Maestro de
varias generaciones de orientales cuya devoción le ha de
seguir más allá del sepulcro, fue Irureta Goyena un varón
consular del Uruguay. Mucho y bien se ha dicho ya de él en
este aspecto y mucho más habrá de decirse en los días que
vendrán. No es para nosotros ese empeño. En esta modesta
nota, nuestra ambición no pretende alcanzar más que a un
ligero bosquejo del Irureta vasco.
Porque lo
era íntegramente por su sangre y a primera vista acusaba, lo
mismo física que espíritu alíñente, los rasgos más
característicos de nuestra raza. Y proclamaba orgulloso esta
oriundez, si bien, nacido en esta patria uruguaya había de
declarar que en él, el jus solí superaba al jits sanguinis,
el sortilegio del suelo al talismán de la sangre.
Lo
proclamaba así en aquel brillante discurso con que hubo de
inaugurar la Semana Cultural Vasca; aquella hermosa pieza
oratoria en la que comenzaba diciendo que era natural que en
el se cumpliese la sentencia del Fuero de Vizcaya de que
"el tronco vuelve al tronco y la raíz a la raíz" y
que, por lo tanto, al hablar de los vascos lo había de hacer
elogiosamente, además que el hacerlo así es "ceñirse a
la tradición, ajustarse a los cánones, repetir un estribillo
y hacerse eco de un juicio que parece engastado en el cráter
mismo de la verdad".
Y
arrancando en su magnífica disertación, ponía de relieve la
incalculable antigüedad de nuestra raza —de ia suya—,
hecho que —decía— bastaría él solo para merecer la
consideración de la humanidad; recalcaba la singularidad de
nuestro idioma persistiendo a través de los milenios, en
luchas constantes con los enemigos de fuera y los salteadores
de dentro sobre su reducida área; se agitaba su leonina
cabeza para proclamar que en la historia de los vascos no hay
conquistas ni sojuzgamientos, ni anexiones ni otras proezas de
la misma laya obtenidas con el filo de la espada, "que
han servido deplorablemente en el curso de la civilización,
para equilatar el valor de los pueblos y determinar su jerarquía".
Cantó a nuestra democracia conocida antes y practicada mejor
que pueblo alguno de ¡a tierra; explicó el singularísimo
concepto de la universal nobleza de los vascos; destacó las
hazañas de los hijos de Euzkadi por mares entonces ignorados
y en los desiertos de América donde se les encontró siempre
en vanguardia en la acción civilizadora por resistir el
vasco, más que nación alguna, salvo ía inglesa, "los
espasmos, los destellos abismales, los secretos nocturnos, las
alucinaciones mortales de la soledad". "Es un pueblo
—decía— que ha salvado su alegría después de haber
vivido tantos años en este gran naufragio de ilusiones, de
estímulos, de ensueños, y de ideales que constituyen la
vida. Canta, baila y ríe como hace tres mil años, cubre las
sombras con tules color de rosa, quiebra el silencio con
himnos triunfales a la esperanza, apaga los gemidos con
arpegios de zampona y redobles de tamboril, y con los venenos
mismos de la muerte elabora triacas milagrosas para perpetuar
y ennoblecer la vida".
Y así todo
su discurso que era una sucesión de conceptos nobles y reales
revestidos del máximo decoro formal, era, contra sus palabras
iniciales, el triunfo del jus sanguinis que reclamaba en él
sus imprescindibles fueros, según la inmortal sentencia de
Pomponio: "Jura sanguinis nullo jure - Ci-vili dirimí
possunt"; era la revelación de su savia vasca que
inconteniblemente se manifestaba en él, de pronto, en una
lujuriante floración; era para nosotros, para muchos de
nosotros, la renovación y la reafirmación de afectos y
emociones enraizadas en el centro mismo de nuestra vida y que
la palabra soberana de Irureta Goyena hacía vibrar de nuevo
con sus latidos más nobles...
Por todo
ello, en estos días en que los orientales viven con el espíritu
en duelo por la pérdida de una de sus máximas figuras
contemporáneas, los vascos nos acercamos a la tumba del
doctor Irureta Goyena con un sincero pesar en el pecho y una
cristiana oración en los labios.
Euzko
Deya, Buenos Aires, Marzo 10 de 1947.