EN EL
HOMENAJE A LA MEMORIA DE RON JUAN URAGA*
Señores:
Es el dolor un torpe artífice de frases. Las que nuestro muy
querido Juan Uraga se merecía son para que las diga quien
pueda conservar la mente más serena y el espíritu menos
afligido que lo que los nuestros se hallan por la pérdida de
aquel amigo verdadero.
Porque eso
fue Uraga para nosotros: un amigo verdadero. Amigo en las
horas fáciles del aplauso y la alegría, amigo en los difíciles
trances del consejo y de la reprensión cordial. Tenía
fundamentalmente el don de la simpatía y estaba especialmente
dotado para la tolerancia y la comprensión; con esto fácil
le era hacer amigos. Pero poseía algo más difícil que eso,
algo más raro de haliar. Que en la amistad, como en la
fortuna, hay algo aún más difícil que el adquirir y es el
saber conservar. Le ayudaban a conseguirlo dos condiciones que
singularmente le adornaban: fidelidad y prudencia. Todos sabíamos
que secreto depositado en Uraga, aun en lo mínimo, estaba tan
seguro como dentro de nuestro mismo pecho. Todos sabíamos
también que en él no sólo la traición era inconcebible, lo
era asimismo el dicterio, la murmuración, la crítica malévola.
Yo nunca le oí — virtud más que extraordinaria es ésta—
hablar con malevolencia de ningún amigo; por ello podía
estar seguro, como lo estabais todos, de que en su presencia,
siempre nuestras ausencias serían respetadas. Y nada como
esto ayuda a la conservación de la amistad.
Y es que ésta,
como lo establecía el orador romano, estriba fundamentalmente
en la virtud; sólo los hombres buenos son capaces de ser
verdaderos amigos. Por eso lo pudo ser Uraga que era esencial
y radicalmente un hombre bueno: nada menos que eso. Bueno, no
sólo en su carácter y en su trato, sino en su conducta, en
su vida de una honestidad cristalina. Era de la estirpe de
aquellos viejos vascos que honraron a nuestra raza en América,
como en todos los lugares adonde fueron, porque creyeron
siempre que la Fe sin obras es cosa muerta, que de nada sirven
las palabras, ni las etiquetas, ni las solemnes profesiones si
la conducta no responde plenamente a ellas. Y la consecuencia
de sus ideas con su vida fue !a característica principal de
este hombre, bueno, sencillo, generoso, cordial... que murió
—no deja de ser un aspecto digno de ser recordado— miembro
de la Comisión de Beneficencia de "Euskal Erria" en
la que con tanto celo laboró estos años.
*
Aunque se publicó, como aquí lo señalamos, en
prensa, ésie fue el discurso emocionado (a modo de oración fúnebre)
en el Cementerio de El Ruceo, en Montevideo.
Y este
amigo verdadero, este hombre bueno, fue también un
desterrado. Fue —y no queremos dejar de subrayar el hecho—
el primero cronológicamente de los que arribaron a estas
generosas playas uruguayas arrojados de nuestra patria por la
convulsión provocada por la rebelión militar. Y es un honor
para nosotros poder alzarlo aquí como un símbolo de la causa
vasca que por hombre como Uraga se justifica plenamente en el
corazón de todas las personas honradas.
Uraga era
un desterrado y un patriota. Ni el que anteriormente hubiera
pasado aquí muchos años —quizá los mejores de su
juventud—, ni que aquí tuviera tantas relaciones cercanas
de familia a las que amaba con toda la efusión de su pecho y
por las que igualmente era correspondido, ni el que su exilio
se desarrollase en esta singular tierra de libertades a la que
todos tan unidos nos sentimos, podía evitar que con
frecuencia el dolor de la ausencia le atenazase y la nostalgia
de la tierra natal pusiese en su espíritu velos de tristeza
que no hay sol alguno capaz de disipar. Porque ésta es la
condición del desterrado y ésta lo fue en todos los tiempos,
Ulises, retenido en la isla de Calipso y pudiendo gozar de
todos los deleites que el amor de una inmortal podía
ofrecerle, soñaba, sin embargo, todos los días con volver a
ver el humo de las cabanas de su tierra.
Es que el
destierro, asociado al patriotismo, pone en las cosas —aun
en las más humildes— que añoramos colores que el iris no
conoce, indefinibles contornos, mágicos matices que jamás
pincel de pintor genial alguno pudo captar; recónditas e
inefables armonías que escaparon y escaparán siempre de las
sutiles redes del pentagrama; sublimes motivos de atracción,
adhesión y entrega que nunca poeta inspirado alguno pudo
plasmar en palabras, que jamás filósofo ninguno podrá
reducirlos a razón, pero que los sentimos hondo, muy hondo en
nuestro espíritu como un llamado de la sangre y como un grito
de la tierra que está golpeando siempre en nuestros oídos
como el eco de una canción desesperada. Y esto hace algunas
veces la grandeza del desterrado y esto es lo que hace siempre
su miseria.
La sintió
muy hondo Uraga. ¡Cuántas veces hemos hablado de estas
cosas! ¡Volver a la tierra natal! Besaría en su polvo más
humilde como se besa la reliquia santa de una madre... Pero no
seré yo quien intente ahora traduciros ese estado frecuente
de su ánimo. La canción que en seguida vais a escuchar, su
canción favorita, nos dirá de todo ello mucho más de lo que
pudieran hacerlo estas mis pobres palabras desgarradas.
El Plata,
Montevideo, Febrero 22 de 1952.