EL PUEBLO VASCO
VENTILA UNA CUESTIÓN DE VIDA O MUERTE
Largos siglos de
desorbilación nacional habían llevado al pueblo vasco al borde de su
disolución. Inconsciente de sí mismo, políticamente mul-tifraccionado,
sin una orientación superior que más o menos constantemente le fuera
marcando los caminos de salud y alumbrando los manantiales de agua viva en
que los pueblos fuertes sacian su sed de perfeccionamiento y perduración;
desviado fundamentalmente en sus sendas culturales al abandonar, con
dejación total para estos fines, a su idioma propio, único que por ser
expresión auténtica de su ser podía reflejarlo y hacerlo conocido y
amado en todas sus facetas; este pueblo que por su originalidad e intrínseca
fortaleza y su magnífica ubicación en Europa, entre el Ebro y el Garo-na,
a caballo sobre el Pirineo y ampliamente asomado al mar parecía destinado
a jugar un papel de primer orden entre las naciones del viejo mundo, vio
como iban estrechándose sus fronteras y, terco en su división, fue con
mortal indiferencia entregando poco a poco su albedrío, sin que los esporádicos
chispazos de reacción que de vez en cuando se aprecian fueran bastante a
sacudirle de una vez y definitivamente de su secular letargo.
El instinto vital se
refugió en lo más íntimo de la subconciencia vasca. Allí donde los
agentes externos apenas operan, allí donde la voz de la naturaleza se
hace oir con acentos apenas perceptibles pero distintos, sonaba, tímida,
pero con sonido de siglos, la voz de la raza. Voz que, con el hormigueo de
la sangre, hablaba al pueblo humilde y sencillo del crimen del
descastamiento, del bochorno del abandono del verbo propio, de la
indignidad de la entrega en manos extrañas de facultades que Dios
confiere a cada pueblo por el simple hecho de su diferenciación básica,
que es obra de El. Y, cuando todas las defensas políticas fallaban,
cuando la violencia, la "maña y furto" de los de afuera y la
ceguera o la traición de los dirigentes y la misma indiferencia externa
del pueblo parecía que condenaban a la nación vasca a una muerte
irremediable, esa voz, ese mensaje que el pueblo escuchaba sin apenas
comprenderlo, fue salvando a la raza.
Pero, para que de un
modo total y definitivo la salvase, era preciso que ese mensaje íntimo y
callado se articulase y adquiriese resonancias de plenitud; era preciso
que, abandonando la morada interior de la subconsciencia, vibrase al libre
aire de los campos vascos, expandiendo sus ecos sonoros de monte en monte
y de calle en calle a través de la tierra toda la patria.
Al Renacimiento vasco
le cupo esa tarea y ese honor. El pueblo vasco fue oyendo voces claras y
fuertes que le hablaban de sí mismo como nunca antes había oído hablar;
entre asombrado y confuso, fue comprobando que aquellas voces, que muchas
veces resonaban con agriores de estridencia, le decían lo mismo,
exactamente lo mismo, que aquella otra que casi apagada, que medio
ahogada, le venía murmurando secularmente dentro del pecho.
Entre esas voces
resuena, con acento inconfundible, plena de sinceridad, engendrada con
toda pureza y revestida de la más alta autoridad, la de nuestro
presidente Aguirre Lekube. Y, por el momento histórico en que resuena,
por su denso contenido y hasta por la sobria belleza de su forma es en su
último mensaje de Navidad, verdadero documento histórico, donde ha
encontrado, a nuestro juicio, una de sus más afortunadas articulaciones.
Muchos puntos abarca
este documento que ha sido ya y está destinado aún a ser muy comentado y
estudiado. Nosotros, en nuestra modestia, nos ceñiremos aquí a uno solo
que creemos fundamental y digno de que se insista sobre él. Nos referimos
al dilema de ser o no ser en que las circunstancias han colocado a nuestro
pueblo.
Porque se da la trágica
paradoja de que en los tiempos en que el pueblo vasco arrastraba una
existencia inconsciente, su substancia nacional era rica de toda riqueza y
su verbo, aunque descuidado y silvestre, florecía en los labios de todos
sus hijos. Han tenido que llegar las luces y favores del Renacimiento
vasco para que ellas iluminen a una raza que se iba y para que nuestro
corazón se despedace ante el peligro de la extinción total del idioma de
nuestros apellidos. Un conjunto de circunstancias desaparecidas se ha dado
para que esto sea así. La guerra última, con su secuela de atropellos y
persecuciones, de muertes y destierros de vascos a millares, y de saturación
por elementos extraños de nuestra vieja tierra, ha sido la última catástrofe
que. nos está tocando presenciar.
Y ante este pavoroso
espectáculo, nuestro Presidente urge más que nunca la unión de los
vascos todos. Porque sólo la unión de todos puede salvarnos.
Porque se juega la vida
misma de nuestro pueblo y ante esto no caben apartamientos, interferencias
ni neutralidades. Podía cada vasco tener las opiniones políticas y
sociales que le cuadren, pero ante el problema apremiante de la vida o
muerte de nuestro pueblo no cabe opinar. Porque no se trata aquí de
formas y modelaciones, éstas vendrán a su hora; se trata de la
substancia misma, de la inapreciable substancia nacional que se nos va
entre las manos. No es, repetimos, fundamentalmente un problema de política
o sociología el que tenemos delante, sino una cuestión, pura y
simplemente, de honor y dignidad. Porque si la raza se extingue y la casa
solar se desmorona, el vasco que no ha contribuido a su resurgimiento, lo
mismo que el que activamente laboró en su ruina, quedará marcado para
siempre con el estigma de la infamia; por que si el cuskera se va, no se
irá solo sino llevándose consigo a la tumba el honor y la vergüenza de
nuestra estirpe.
Reflexionemos, pues,
todos sobre nuestra responsabilidad en este momento decisivo para los
destinos de nuestra gran familia. V que cada uno, recordando al apóstol
de las gentes, se apreste a hacer entrega a la justa causa de su pueblo,
de palabra: quien ciencia, ciencia, quien virtud, virtud y riqueza, quien
riqueza tenga. Y seamos a todos saludable recordar que si hoy estamos en
el momento de la responsabilidad, mañana, en un mañana quizás más próximo
del que pensamos, sonará para nosotros, inexorable y justiciera, la gravísima
hora de la rendición de cuentas.
Euzko Deya, Buenos
Aires, Marzo 10 de 1943.