HERMANDAD VASCA
Una nueva vida comenzó
para nosotros en aquel lindo pueblo del Pirineo benabarro.
Habíamos llegado,
flacos los cuerpos y los nervios rotos, cargados los ojos de espantosas
visiones de guerra, y fue aquel verdeante y pintoresco pueblo con sus
antiguas murallas decoradas de verdura, su altiva cindadela y su río
limpio y sonoro en el que las ágiles truchas nadaban innumerables, reposo
y olvido, paz y pan gustados intensamente con una fruición nueva. Pero
había más, mucho más.
Cuando nuestra expedición
llegó —unos cientos de niños y unas docenas de adultos, encargados de
ellos—, todo el pueblo se hallaba en la estación. Los grupos de niños,
un poco adormilados por la fatiga del viaje y la proximidad de la noche,
fueron ordenándose perezosamente; uno de los mayores cuidaba de cada
grupo. Y, después de recibir el saludo y las primeras instrucciones de
las autoridades locales, la caravana, entre las miradas de simpatía y
curiosidad de la mayor parte del pueblo y las de desconfianza y aún
animosidad de algunos, se dirigió lenta y ordenadamente hacia nuestra
residencia. Era la ' 'citadelle'', la antigua ciudadela asentada sobre una
pequeña colina que domina al pueblo y cuyos muros reedificados por Vauban
se alzan sólidos aún rodeados de secos fosos. Por el puente levadizo,
penetramos en la fortaleza. Era ya de noche y las lechuzas cobijadas en
los grandes árboles del patio central graznaban nerviosas al sentir súbitamente
turbada su tranquilidad de años.
Y como mejor pudimos,
corrigiendo, poco a poco, las muchas deficiencias de nuestro improvisado
alojamiento, fuimos organizando nuestras vidas en aquella primera etapa de
nuestro destierro.
Dentro de nuestra
residencia la labor era ardua: había que luchar contra muchas
dificultades materiales; había que procurar que los niños recibiesen
instrucción y educación adecuadas; había que atender a la vida
espiritual de niños y mayores; a la salud física de todos. Cuidaban de
la primera veinticinco maestros; tres capellanes atendían a la segunda y
un medico y varias enfermeras se preocupaban por la última. Y así, entre
problemas de enfermería o cocina, de instrucción o de higiene y de
tantos otros que surgen de la súbita convivencia de seiscientas personas
a quienes el azar ha reunido en un plan de vida que nunca habían podido
imaginar, se iba desarrollando nuestro vivir.
Este tenía otra
importante faceta: la de nuestras relaciones con el pueblo. Entendimos,
desde el primer momento, que nuestra especial situación nos vedaba toda
propaganda y discusión. Entendimos que era falta de conocimiento, errada
información, lo que movia a los pocos que no nos miraban bien, y
decidimos que no teníamos que hacer sino una cosa muy simple para
deshacer aquella actitud: mostrarnos tales cuales éramos, claros,
transparentes, esmerándonos en nuestra conducta más que nunca. Porque
comprendimos que no iban a ser nuestras palabras sino nuestro vivir recto,
honesto y claro lo que convencería a aquellos hermanos que no nos conocían,
la sangre común haría el resto.
¡Y qué bien y qué rápido
lo hizo! ¿Dónde estaban ahora aquellos rostros esquivos, aquellas
miradas desconfiadas y hasta agresivas del principio? Nuestros paseos al
pueblo eran visitas de hermanos; las autoridades iban prodigando sus
atenciones y deferencias; eran cada vez más frecuentes y amables sus
visitas; el párroco solicitaba, cada vez más a menudo, la ayuda de
nuestros sacerdotes que eran llamados también por los de los pueblos
comarcanos. Todos estaban ya bien convencidos de que no éramos los "gorri
izigarriak" que al principio algunos habían soñado y cuando, a los
pocos meses, grupos de nuestros niños bajaron por Navidad al pueblo
portando el clásico " Yayotza" y entonando las viejas canciones
de nuestra raza, la colecta amplia y generosa con que el vecindario
respondió, vino a decirnos que era ya nuestro, total y definitivamente,
el corazón de aquel pueblo.
De aquel pueblo, que se
había también ganado lo mejor de nuestro corazón y al que gustamos
contemplar desde lo alto de nuestra residencia, sumergido en la paz y el
silencio semi-velado, a veces por las nieblas que descienden de los picos
del cercano Pirineo, y arrullado por los murmullos del Errobi que marcha
saltando sobre su lecho de rocas.
Hoy aquel pueblo, como
tantos otros de la Euskal Erria del Norte, padece en su carne hermana los
zarpazos del hambre, el frío y el dolor, herencia de una guerra atroz.
Es preciso hacer todo
lo posible para aliviar esto. A ello estamos obligados muchos vascos por
simple gratitud; todos, por el mandato, nunca más indeclinable que en
esta hora de la hermandad vasca.
Euzko Deya, Buenos
Aires, Febrero 26 de 1946.