LAS CASAS SOLARES
DEL PAÍS VASCO
Las hay por todos los
ángulos de nuestros valles y recovecos de nuestras montañas, esmaltando
con el blanco de sus fachadas y el rojo de sus tejados el verdor de
nuestro paisaje. De piedra, siempre de piedra, material prístino y noble,
como un brote natural de la tierra de la que no se sabe cuándo nacieron
porque en ellas se ha detenido el tiempo.
Allá arriba, entre las
puntas de unos picados y un raleado bosquecillo de robles o encinas, está
la casa "Etxegarai" o "Goikoetxea". La bruma se
desgarra, quizás, en los riscos de esta cumbre y a través de sus
cendales las viejas paredes cobran un encanto que nadie podría explicar.
Reina una gran paz aquí y se diría que todo es puro en esta altura como
el aire que la acaricia. El amplio saliente de los aleros nos habla de
protección y la ancha portada nos brinda hospitalidad. Hay un balcón
corrido, de recia madera; bajo él, la piedra del escudo solariego que
pregona la universal nobleza de los vascos. Se oye amortiguado el tintineo
de las esquilas del ganado que pace la húmeda hierba en el prado
contiguo; algo más lejanos, suenan los golpes acompasados de la guadaña
con que el "etxekoyaun" siega en la ladera el verde helécho o
la argoma florida que servirá de cama a los rumiantes.
Tal vez, ahora unce dos
de éstos a la carreta de macizas ruedas — gurdi—, que colma con una
carga de argoma que hará armoniosa su marcha por el angosto camino de la
montaña. Tan angosto y tan hundido, muchos trechos, en la tierra, que más
que vía parece trinchera. Por ella desciende el gurdi a través de mil
zigzaguees, con su terco rechinar. La bruma se va disipando a medida del
descenso y el sol brilla ya franco cuando la carreta se detiene en su
punto de destino que puede ser el caserío "Etxe-berri" o "Etxebeste",
rodeado de rubios maizales o emergiendo entre la maravilla de un verdadero
bosque de manzanos en flor. A la puerta de Et-xeberri está sentado el
abuelo —aliona— fumando con delicia su pipa de barro y reconfortándose
con la tibia caricia del sol. Su mirada ya cansada adquiere por momentos
brillo nuevo al posarse en la bulliciosa bandada de nietos que juegan allí
cerca bajo su vigilancia, porque ¿quién concebiría un auténtico caserío
vasco sin abundancia de niños y sin la presencia de tres generaciones
cuando menos?
Podemos seguir al gurdi
en su viaje imaginario o podemos, sin él, hacer nosotros una peregrinación
sentimental por nuestras casas pobladoras. Aquí tenemos a este caserío
al que llaman "Larrañaga" porque es característico en él la
amplia era —larraña— donde las mieses son trilladas; más allá se ve
aquel otro que lleva el nombre de "Zabala" porque está asentado
en una amplia explanada. ¿No veis algo más abajo de él, ya en la
estrecha vega en la que crecen los alisos, aquella vieja casa? Se llama
por eso "Al-záibar". Y si queréis cruzar el curso de agua que
baña esa vega, es muy posible que junto al viejo puente de piedra del que
cuelgan guirnaldas de hiedra encontréis otro caserío que, por vecino al
puente, se llama "Zubi-ría" o "Zufriategui", tal vez.
Y hallaréis dominando un pedregoso barranco a la casa "Achucarro"
y un jaro o pequeña espesura de árboles jóvenes, a cuya sombra el
ganado sestea, os indicará el asiento de la casa "Berro". Un
pastizal os explicará porqué se llaman así los de la familia "Larre'','
'Larrea" o "Larreta" que en aquellas tierras hicieron
afincamiento; una ferre-ría os declarará el nombre de los "Pagóla"
o "Sarasola"; un molino el de los "Bolívar" o "Eyarabide";
una iglesia el de los "Eleizalde"; un encinar os denuncia a
"Artega"; un robledal a "Aretxaga"; donde aquellos
alisos crecen se asienta "Alzaga", en un bosque de abedules
"Urkiza"; sobre aquel terreno cimero se edificó "Garai",
en el otro piezarroso "Alberdi", en el extremo de la peña
"Azkuenaga", etcétera; nuestra excursión se tornaría
inacabable.
¡Casas vascas,
seculares casas vascas cuyos flancos fecundos no hay vejez capaz de
agostar! De vosotras, en generaciones incontables, han ido surgiendo los
hombres esforzados que, a través de las montañas y los mares, llegaron a
las tierras vírgenes para unirse material y místicamente a ellas en esa
pléyade de navegantes y misioneros, fundadores y colonizadores que, fuera
de la patria, han constituido la prolongación más gloriosa de nuestra
estirpe.
En los más de los
casos, su arquitectura es humilde; sus líneas-hablan de sencillez y sus
piedras de fortaleza y todo ello de originalidad. Un extranjero hablando
de ella ha podido con justeza decir que "No es española ni francesa,
ni de un estilo de Renacimiento español, ni de un estilo gótico francés
siendo un poco a la vez de todo ello; ella es vasca en su conjunto y en su
detalle".
De estas casas, de las
más feas de ellas, podrá siempre en último término decirse que son las
ostras que ocultan y protegen las mejores de nuestras perlas. A ellas, a
las agrietadas y destartaladas de ellas, corresponde con toda justicia
aquello de que ' 'el viento y la lluvia pueden penetrar, pero no el
rey", porque la casa vasca, en siglos de universal feudalismo, era ya
refugio inviolable en el que, según las recias palabras de nuestro Fuero,
"ni Prestamero, ni Merino, ni ejecutor
sea osado entrar a hacer ejecución alguna".
En rigor, la casa vasca
trasciende lo material; es, como ya se ha observado, mucho más que una
cosa, es casi una persona, sujeto de derechos y obligaciones' 'con un
estado civil inscripto sobre la puerta y que en lugar de recibir el nombre
del propietario, le da el suyo" (O'Shea).
Las casas vascas se
construyeron para la perpetuidad; para asiento de una estirpe que, a través
de la institución del heredero, ha de perdurar siempre allí como nexo
sagrado entre muertos y vivos. Sobre este sencillo y fundamental concepto
se alzan las instituciones más notables del Derecho vasco.
El fuego del hogar arde
en estas moradas rústicas sin que, a veces, se le haya dejado nunca
extinguir. Verdadero santuario de la raza es su sacerdotisa la mujer, la
"etxekoandre" o señora de la casa, como el vasco
respetuosamente llama a su esposa, consagrando así, rotundamente, su
hegemonía dentro de las paredes de la mansión familiar. Y tenemos que
confesar que nunca hubo señorío mejor ejercido. Esta delegación de su
poder en el interior de la casa que el esposo hace espontáneamente a la
mujer, ese severo respeto hacia ella en que el padre educa a sus hijos, ha
sido siempre y es aún la mejor escuela de virtudes de la raza; podríamos
decir que si hay un género de virtudes —esa fiera pasión por la
libertad y la dignidad humana, por ejemplo— en que aparecemos como
deudores a nuestros padres, quizá las que más valen porque ellas son en
suma la verdadera roca sobre la que únicamente puede con solidez
edificarse —la rectitud, la honradez, la limpieza, la tenacidad—, las
hemos recibido los vascos, con la primera papilla, de las manos santas de
una mujer.
¡Casas vascas! Allí
estáis vosotras las más viejas de mi pueblo nativo cuyos nombres son mis
propios apellidos a través de tantas generaciones. Suelo repetir esos
nombres como una armoniosa letanía que tiene sobre mí un mágico poder
de evocación: Arrigunaga y Artega; Sarri, Piñaga, Ar-nabar; Ibatao,
Zuazo, Elorri.
Sí, alli estáis
vosotras, recias como siempre, sumando un siglo más a los que pasaron por
vuestras piedras venerables...
Y esta evocación
siento que hace brotar dentro de mí algo que es como una profunda llamada
de la tierra; la tierra de la que surgieron estas casas pobladoras que
fueron generosas en dar sus hijos a un mundo que nacía...
Pero esta llamada de hoy tiene un nuevo sentido, un matiz de angustia que
me grita, como sin duda ha de gritar a todo vasco, que aquella tierra
siempre libre y hoy ultrajada por la tiranía y la invasión extraña
necesita con urgencia de sus hijos, de todos los hijos por el mundo
dispersados, para que no se derrumbe para siempre la magna obra que al
precio de tenaz trabajo de siglos construyó y conservó la nación vasca:
!a casa solar.
El Día, Montevideo,
Noviembre 19 de 1948.