LOS PAISAJES ENTRAÑABLES
No hay para nosotros
poder mágico como el que fluye del trozo de tierra en que vivimos
nuestros primeros años. Aquel riachuelo perezoso cuyas aguas cubiertas acá
y allá por los nenúfares seguíamos maravillados en excursiones que
entonces se nos antojaban a lejanas regiones inexploradas; aquel monte
desde cuya cumbre lograda con ilusión despreciadora de todas las fatigas,
contemplábamos la tierra extendida a nuestros pies, con los múltiples
cuadros de sus parcelas labradas, las manchas oscuras de las arboledas,
las blancas de los caseríos y las plateadas cintas de los arroyos; aquel
mar verde oscuro siempre en lucha con los acantilados de nuestra costa en
la que cada oquedad ofrece resonancias de gruta de Fingal; todo esto y
mucho más que esto, diluido en mil rincones humildes, constituye para
nosotros un mundo feérico que nada ni nadie podrá borrar de nuestro
recuerdo. Somos hijos de nuestros paisajes nativos casi tanto como
productos del clima espiritual de nuestros primeros años; ambos nos
modelan para siempre. El hombre hijo del niño, según la feliz expresión
de Word-sworth, no podrá olvidar jamás, por nómada que su vida sea,
aquel pedazo de tierra en que primeramente se movió y contempló con ojos
nuevos, con ojos vírgenes que pudieron darle sobre este mundo la
milagrosa ilusión de un Paraíso. Por algo Dante al cantar al suyo lo
puebla de reminiscencias infantiles.
Recordamos haber leído
en algún libro de André Gide que a medida que le pasaban los años decaía
su interés por los paisajes y se le acrecentaba el que sentía por los
hombres. Bien está esto último, pero, en cuanto a lo primero, habrá que
observar que Gide no habla de sus paisajes nativos y que, en todo caso, no
era un desterrado. Porque hay que serlo para que la ausencia, suprema
piedra de toque de las categorías afectivas, nos haga sentir en todo su
alcance el valor de lo que perdimos.
Y además, nuestros
paisajes son realmente privilegiados: lo podemos decir objetivamente, con
entera verdad. Una Suiza con la añadidura de un mar incomparable, eso es
Euskal Erria; una feliz conjunción de montaña y de mar. Este, furioso de
ordinario, acomete a la costa deshaciendo sobre ella sus olas enormes en
cendales de espuma; otras se introducen mansamente en la tierra, como en
aquella ría de Plencia que embelesó los ojos de Louis Lhande: "¿Estaba
aún en Vizcaya, al norte de la Península Ibérica, o algún encanto mágico
me había transportado de nuevo a pleno país de Italia, a los bordes del
Golfo de Ñapóles?", o en la de Mundaka, o en la bahía de Pasajes
de la que nadie como su enamorado Víctor Hugo nos podría referir el
encanto:
"De repente, como
por magia y sin que hubiese oído el silbato del maquinista, la decoración
cambió y un maravilloso espectáculo se me apareció".
"Una cortina de
altas montañas verdes recortando sus cimas en un cielo brillante: al pie
de esas montañas, una hilera de casas estrechamente yuxtapuestas; todas
esas casas pintadas de blanco, de azafrán, de verde, con dos o tres pisos
de grandes balcones protegidos por la prolongación de sus amplios tejados
rojos de tejas cóncavas; en todos esos balcones mil cosas flotantes,
ropas a secar, redes, trapos rojos, amarillos, azules, al pie de esas
casas el mar; a mi derecha, a mitad de la cuesta, una iglesia blanca; a mi
izquierda, en primer plano, al píe de otra montaña, otro grupo de casas
con balcones confinando con una vieja torre desmantelada; navios de toda
forma y embarcaciones de todo tamaño alineados ante las casas, amarrados
bajo la torre, corriendo en la bahía..."
"Este lugar magnífico
y encantador, como todo lo que tiene el doble carácter de la alegría y
de la grandeza, este lugar inédito que es uno de los más hermosos que yo
haya visto... este pequeño edén radiante adonde llegaba por azar y sin
saber dónde iba y sin saber dónde estaba, se llama en español Pasajes y
en francés le Passage".
"El mar, sólo el
mar —iba a continuar escribiendo en nuestra costa Víctor Hugo—, ¡magnífico
y eterno espectáculo!, blanquea allá abajo sobre rocas negras. El
horizonte está brumoso aunque el sol me quema. Siempre gran viento. Una
gaviota pasa majestuosamente en el abismo a cien toesas bajo mi mirada. El
ruido es continuo y grave. De tiempo en tiempo, se oyen estrépitos
repentinos, especie de caídas bruscas y lejanas como si algo se
desplomara; después rumores que semejan a una multitud de voces humanas;
se creería escuchar hablar a una multitud".
La tierra, por su
parte, no cede en esta lucha milenaria. Parecería, por el contrario,
abalanzarse sobre el mar, recia y desafiante, en aquellos blancos
acantilados de mi Guecho, en el Sollube, en el Ogoño, en el Jaizkibel, en
tantos otros hermosos lugares donde se yergue cientos de metros en un
encabritamiento precursor, al parecer, de un formidable salto sobre el Océano.
Y tierra adentro, un
laberinto de montañas todas parecidas, distintas todas, entre las cuales
se aprietan los valles regados por abundantes aguas. El verde
dominantemente rico en matices, y sobre ese fondo en el fondo del cuadro;
un verde increíble de esmeralda, toda una policromía triunfal.
Pero tonos y colores
sabiamente administrados por una luz difusa, delicada, suave que excluye
toda petulancia, todo desborde cromático. Parecen escritos para nuestros
paisajes estos párrafos de Taine sobre los Paisajes Bajos:
"Sería necesario
que pasaseis algunos días en aquella tierra para sentir plenamente la
subordinación de la línea a la mancha de color. De los canales, de los ríos,
del mar, del terreno empapado se levanta de continuo un vapor azulado o
ceniciento, un vaho que todo lo envuelve y que forma en torno de los
objetos una húmeda gasa aun en los días más hermosos... El suelo es
verde y gran cantidad de manchas de color vivo diversifican la iluminada
pradera: ya es la mancha negruzca o parda del mojado terruño, ya el
encarnado intenso de tejas y ladrillos, ya la pintura blanca de las
fachadas, ya la nota rojiza de los animales que reposan, ya las ondas
resplandecientes de los canales y ríos. Y tales manchas no quedan
amortiguadas por la claridad excesiva del cielo. Por oposición a las
tierras secas, aquí no es el cielo, sino la tierra, el valor
preponderante".
¡La tierra, la tierra
siempre! Desde aquí la recorremos todos los días con los ojos entornados
en una peregrinación interior. Desde las doradas playas de nuestra
Algorta nativa, hasta el rincón pirenaico de nuestra entrañable Donibane
Garazi por donde las nieves del Pirineo corren haciendo resonar, sobre un
lecho de roca, la más pura canción del agua.
La recorremos en sus
montañas graníticas, Anboto, Udala, Aizgorri, Gorbea, Aralar... que
gustan, —viejos monarcas— revestirse en invierno del Cándido armiño
de la nieve, mientras que en verano, en fáustico remo-zamiento, se
engalanan de airosos cendales de niebla, y la visitamos también en sus
montes humildes; aquel Itze desde cuya modesta cumbre empenachada de pinos
armoniosos nuestros ojos acarician el curso del Go-bela que pasa
silencioso fecundando las vegas de Sopelana y Berango y sigue por la húmeda
Fadura y las ricas huertas de Lexarreta en su camino hacia el mar... En
aquel Goikomendi que tiene por corona un bosque de abedules de plateados
troncos y desde donde el ondulante curso de la ría de Butrón —azul
profundo marginado siempre de verde— brinda a los ojos un espectáculo
de maravilla...
La recorremos en
nuestros pueblos costeros, Bermeo, Motrico... plenos de bullicio, algazara
y color; con su lenguaje agudo y sintético, con sus chiquillos que
brincan entre lanchas y redes, con sus mujeres incansables, limpias y
sonoras, con sus hombres que miran y miran impasibles el mar...
Y lo recorremos también en nuestras villas de tierra adentro, Elo-rrio,
Oflate... serias, reposadas, por cuyas calles silenciosas de señoriales
casas de piedra, forjados balcones y escudo, pasan graves los grupos que
acuden al llamamiento de la campana parroquial.
La soñamos en los días
oscuros del invierno, cuando frente a nuestra casa, allá en el rompeolas
de Santurce, las olas hinchadas hacen danzar como muñecos a los bloques
de cemento, el Noroeste sopla huracanado y del cielo plomizo caen sin
cesar los golpes de recia lluvia; en los comienzos de primavera, cuando
todo el campo se inunda de fragancias nuevas y el manzano en flor renueva
el blanco de la nieve sobre nuestro paisaje; en los amaneceres del verano
anunciados por las calandrias en los campos de argoma en flor de la Galea;
y en los atardeceres del otoño, deliciosamente suaves, bañados de
melancolía por la delicada luz gris de nuestro cielo...
Paisajes que claman con
voz torturadora en el corazón del desterrado; paisajes a que llamamos a
gritos muchas veces por sus nombres sonoros en una lengua ya vieja en
ellos cuando ninguno de los idiomas que hoy viven en Europa había soñado
en nacer; paisajes de un pueblo dueño milenariamente de su tierra y que
nunca pisó la ajena con sucios afanes de conquista; paisajes de una raza
que de un roble de esa tierra hizo universal símbolo de Libertad;
paisajes de mi tierra, manchados hoy por la sombra de la más corrupta y
aborrecible tiranía de la que, sin duda, pocos pueden sufrir más,
porque, difícilmente, nadie pudo merecerla menos.
El Día, Montevideo,
Mayo 27 de 1951.