ARTE VASCO
No deja de ser notable
lo sucedido en el país vasco en relación con el arte de la pintura en el
que sin contar hasta el pasado siglo con una verdadera tradición, carente
de figuras geniales se levanta en nuestros días en un germinar
maravilloso en el cual tanto o más que las cimas señeras, siempre
necesariamente escasas, es de admirar la plétora de notables artistas que
se está dando en una espléndida floración.
El pasado es
indudablemente magro. Fuera de la estirpe vasca de Zur-barán y Goya, los
pintores destacados anteriores al siglo XIX quedan reducidos al tafallés
Juan Navarro, el vizcaíno Francisco de Mendieta, el zumayano Baltasar de
Echave que tanto pintó para las iglesias mejicanas y el azcoitiano
Ignacio de Iriarte, uno de los más famosos paisajistas de su tiempo y
gran amigo de Murillo al que tanto recuerda muchas veces en su manera de
tratar el color. Lo dicho no excluye, claro está, la existencia de muchos
otros dignos de no ser olvidados.
Pero la poderosa
corriente pictórica vasca no comienza hasta aquellos artistas nacidos en
el primer tercio del siglo XIX como Pancho Bringas y Eduardo Zamacois que
unidos a Plácido Zuloaga, Barroeta y Lecuona forman el grupo de
precursores. ' 'Ellos son los primeros —dice el consagrado crítico Juan
de la Encina— que dirigen la atención hacia la vida vasca como activo
elemento de sugestión artística". Mas era preciso que sobre el
academicismo indígena de estos precursores actuaran otras fuerzas para
que se verificara la gran revolución, el salto gigantesco que la pintura
vasca ha dado, salto que, según Dunix, va de la nada al ser pleno. Era
preciso que las ráfagas revolucionarias del impresionismo llegaran a
Bilbao dentro de la caja de colores, verdadera caja de sorpresas, del
inquieto Guiard. Eran las mismas ráfagas de aire puro y renovador que traía
al mismo tiempo a Guipúzcoa desde Bruselas aquel otro impresionista
inefable, asturiano vasquizado, que se llamó Darío de Regoyos.
"Es el momento —dice Kaperotxipi— en que la mayoría de
los pintores vascos se empeñaron en pintar sus cuadros con dibujo clásico
y paleta moderna. Es el momento en que nació a la vida fecunda el arte
vasco cuyas características principales son el sentimiento de las armonías
grises que parece ser uno de sus tónicos y el que envuelven, en sus
mejores momentos, lo mismo las violencias de Zuloaga y Regoyos que los
alquítaramientos de Juan de Echevarría; el realismo costumbrista, que
aparece con Bringas, es cultivado por Lecuona bajo las formas
flamenco-neerlandesas y a cuyo servicio puso Guiard La-rrauri un dibujo
formado en los modelos de Ingres y Degas". "Es un arte cuya
gran musa inspiradora, nos sigue diciendo Juan de la Encina, es la tierra
vasca, esa tierra cuyos campos, mar y poblados poseen un carácter tan
incisivo, tan peculiar, propio e inconfundible, esa tierra que, en una
palabra, es tan "expresiva" que los artistas, aún los más
reacios a la observación concreta, se sienten al vivir en ella penetrados
por su espíritu". "En el color, les ha dado los grises, los
azules, violetas, o los pálidos, las armonías melancólicas o
tenebrosas. En la forma el estilo escueto, anguloso, rígido a grandes
rasgos sintéticos, pero animados por íntimas cadencias rítmicas. La
ondulación clásica es ajena a los vascos. Su ritmo predilecto es
quebrado".
"Tal es la trama
del arte vasco, las tendencias y formas generales en que se sustenta.
Dentro de ella se mueven temperamentos bien diversos; pero todos, sean
cuales fueren sus constituciones espirituales, participan de un modo o de
otro del espíritu y manera de las dos tendencias capitales, la clásica
española y el moderno arte francés". Si a esto se añaden otros
aspectos complementarios con el de la casi total ausencia de
extravagancias, la falta de escuelas que no impide, por cierto, una
superior unidad, y hasta si se quiere —algo de verdad suele haber en las
especies malignas— eso que se ha dicho de buenos dibujantes y malos
coloristas, tendremos una visión de conjunto bastante aceptable del arte
vasco.
En cuanto a las
individualidades, son de sobra conocidas las más importantes. Zuloaga la
figura más universal, aunque no desgraciadamente la más vasca entre
nuestros artistas, de los cuales, por cierto, casi ninguno ha seguido su
tendencia. Con él, Pablo Uranga de cuya gran amistad y trato con Zuloaga
junto con su imaginación sorprendente y rapidísima ejecución surgió la
divulgada fábula de que era quien en realidad pintaba los cuadros
firmados por el eibarrés; Aurelio Arteta al que Kaperotxipi llega a
calificar como "el más grande pintor de todos ios pintores
vascos"; los hermanos Ramón y Valentín Zubiaurre en cuyos pinceles
puso Dios el maravilloso don de expresión que negó a sus lenguas, los
Arme, caso excepcional de cuatro hermanos, los cuatro grandes artistas;
Manuel Losada de quien Julián de Tellaeche, tan agudo crítico como
excelentísimo pintor, de nuestros tipos marinos dice que "empleó el
pastel con un dominio de la técnica que acaso le hubiera envidiado el
propio Degas"; Elias Salaverría "ese vasco de Lezo —escribía
Marañón— que recorre el mundo con su país a cuestas"; Gustavo de
Maeztu el cordial e impetuoso; el elegante Joxe Mari de Uzelay, Jenaro de
Urrutia, dueño absoluto del dibujo; el gran Juan de Aranoa, una de las
cumbres de nuestra plástica, y tantos y tantos otros de parecidos méritos
cuyos nombres, con los de escultores, grabadores y dibujantes, harían
interminable esta nota.
La cual no es otra cosa
que un débil reflejo de la deleitosa lectura del libro Arce Vasco de
Flores Kaperotxipi que la benemérita editorial vasca "Ekin"
acaba de lanzar al público. Lo menos que puede decirse de este libro es
que era un libro necesario que llena cumplidamente un hueco y que
constituye una caudalosa fuente de información de inapreciable interés
para el gran público. Pero puede decirse mucho más. Porque Kaperotxipi,
pintor profesional y escritor temperamental, como lo definió Felipe
Urcola, rehuyendo deliberadamente el tono doctoral y las sistematizaciones
académicas, escribiendo "en mangas de camisa" como él dice,
sabe llevar a los puntos de su pluma fresca y saltarina un conocimiento
del tema en el que muy pocos lo podrán igualar. Y algo más aún; algo
sin lo cual la luz intelectual de poco vale: el calor del corazón. Ese
corazón en el que Kaperotxipi hundió siempre, hasta lo más hondo, sus
pinceles para dejarnos luego en sus cuadros "el pueblo dichoso que yo
conocía, ese pueblo vasco que me gusta pintar: gente feliz, sencilla y
fuerte, honrada y limpia, de la montaña y del mar".
Euskal Erria,
Montevideo, Mayo de 1955. El Plata, Montevideo, Mayo 5 de 1955.