REZARON
FERVOROSAMENTE EL ROSARIO*
Mes de Octubre, mes del
Rosario; devoción, sin embargo, de todos los meses, de todos los días
del año en nuestra tierra. Con su práctica fuimos creciendo entre las
gruesas paredes de nuestra casa. Nuestro buen padre iba desgranando, seria
y piadosamente, las cuentas; a su alrededor, madre, hermanos y criadas,
respondíamos a sus preces. Era el acto solemne con que, después de la
cena, la familia entera daba fin al día, unida e identificada en la
devoción a la dulce Madre... Hemos ido creciendo y, con raros abandonos,
esa costumbre no nos ha dejado nunca. Y esperamos firmemente que perdure
en nuestros hijos.
A propósito de ella,
nos acordamos hoy de dos épocas: la primera, cuando lanzados por la
rebelión totalitaria arribamos a tierras de la Baja Navarra. Era en la
vieja cindadela de Donibane Garazi entre cuyas murallas nuestros cuerpos
enflaquecidos, destrozados nervios y espíritu en angustia, empezaron a
gustar las delicias de un nuevo nacer. La cindadela albergaba a un
promedio de 500 niños que con unas docenas de maestras, sacerdotes, médicos,
enfermeras y demás componentes del personal auxiliar, imprimían una
nueva vida a los pabellones por tantos años desiertos. La actividad
religiosa fue inmediatamente organizada y una de sus notas más simpáticas
la daba el rosario que, siempre que el tiempo lo permitía, se rezaba al
aire libre. Allí en la campaña que se extiende en la cima de la colina,
junto a los vetustos troncos de los olmos, se reunían dos grandes grupos,
más o menos iguales en número; el grueso de uno de ellos lo constituían
los cientos de niños de lengua vasca; los de habla castellana integraban
el otro. Y, en la suavidad de los atardeceres, este rosario, que brotaba
de cientos de bocas infantiles y cuyos ecos iban en blandos murmullos
recorriendo los valles y montes del Pirineo vecino, era para nuestras
almas dolientes la más suave, la más confortadora, la más eficaz de las
medicinas.
Nuestra paz no había
de ser duradera. De nuevo las hordas totalitarias, esta vez dueñas de
Francia, nos hacen abandonar su dulce suelo. En el puerto de Marsella,
tras largos y duros meses de espera, conseguimos embarcar en el vapor que
partía con destino a estas tierras de libertad. Cerca de un centenar éramos
los vascos que veníamos a su bordo. Otros varios cientos de distintas
nacionalidades venían también, casi todos fugitivos del
* En este artículo
como en el "Hermandad vasca" de este volumen (pág. 193),
Amezaga se retrae para comentar vivencias personales de su exilio. Se
adivina en su estilo la garra de un novelista, único género literario
que no usó. mismo peligro. Y con
nosotros, con destino a las costas del Brasil, tres Padres Dominicos
franceses. Durante los primeros días era visible la desazón de éstos al
tener que soportar nuestra convivencia. No nos conocían, claro está,
pero se sabían de memoria lo que la propaganda había repetido hasta la
saciedad: sí, allí mismo compartiendo su existencia diurna y nocturna,
como una atroz pesadilla, nos tenían a nosotros los "rojos",
los asesinos, profanadores, incendiarios, etc., etc.
Pasaron unos días y tímidamente
comenzaron sus contactos con algunos de los nuestros. Y cuando llegó el
primer domingo y a la misa celebrada en un improvisado altar vieron
asistir a nuestro grupo, casi en su integridad, fue evidente su sorpresa.
Pronto los contactos se estrecharon, vinieron las conversaciones y se
correspondió con largueza a las explicaciones ingenuamente pedidas. El
siguiente domingo y ya todos los demás los vascos cantamos la misa a la
que nuestro grupo, casi exclusivamente, asistía; se percataron los padres
que los pocos señores a los que diariamente daban la Comunión eran
vascos todos, y cuando el barco quedó anclado, como una esperanza
moribunda, en la rada de Dakar, todos los atardeceres, después que el sol
africano se ocultaba entre una orgía de colores, podía verse allá bajo
el toldillo de proa a un nutrido grupo de vascos que respondían en su
lengua o en castellano al rosario que en francés rezaba aquel fraile
dominico joven, alto y de rostro inteligente.
El fue quien más
estrechamente intimó con nosotros; por que uno de sus compañeros hubo de
hospitalizarse apenas llegados a Dakar, y el tercero, el Provincial, era
un hombre ya anciano, de facciones angulosas y carácter reservado del que
estaban naturalmente excluidas las efusiones de su joven compañero. No,
evidentemente no habíamos llegado a entrar en el corazón de aquel fraile
viejo que, si con más o menos frecuencia conversaba con algunos de los
nuestros en su lenguaje, extraña amalgama de francés y portugués, de
pronto, se marchaba bruscamente, muchas veces para escribir en un líbrito
de notas que siempre llevaba consigo Dios sabe qué ocurrencias. ¡Aquel
viejo fraile!... "Torquemada" le llamaban algunos de los
nuestros.
Al desembarcar en Casa
Blanca nos separamos de los Padres Dominicos. Después de tantas otras
peripecias, al cabo de unos meses conseguimos llegar a estas riberas. Y al
poco de nuestra llegada, supimos fidelignamen-te esto que vamos a relatar.
El anciano Provincial había llegado muchos meses antes que nosotros a su
destino a bordo de un buque español. Un día, durante la travesía,
varios de los pasajeros comenzaron a hablar con él
sobre su "glorioso movimiento" y, a lo largo de su perorata, el
que llevaba la voz cantante empezó con la conocida sarta de calumnias
contra los vascos. Las rígidas facciones del anciano Provincial se
animaron de pronto y sus labios silenciosos hasta entonces dejaron paso a
su voz seca y autoritaria: "No permito a Vds, ni a nadie que hable así
de los vascos. He tenido ocasión de conocerlos bien: los he podido
estudiar y observar en una vida de íntimo contacto de la mañana a la
noche durante largos meses; meses de sufrimientos, de angustias y de
pruebas en medio de las cuales no hay hombre que sea capaz de disimular.
Y... vean esto". Y nuestro "Torquemada", sacando su
misterioso librito de notas, comenzó a leer cosas como éstas que eran
otros tantos mazazos descargados sobre el grupo de los seudo-cruzados:
"Día... La conducta pública y privada de los vascos sigue siendo
ejemplar; ni un escándalo, ni una incorrección". "Día... Hoy
como en domingos anteriores, los vascos, que siguen siendo los que asisten
a misa, la han cantado intercalando varios motetes en su lengua".
"Día... Hoy Jueves Santo se han tomado en el barco sesenta y tantas
comuniones; más de sesenta de los comulgados eran vascos". "Día...
Como todos ios atardeceres, bajo el toldo de proa un nutrido grupo de
vascos reza fervorosamente el Santo Rosario...".
El Plata, Montevideo,
Octubre 10 de 1946.