EL PUEBLO DE LAS
ERMITAS
No hace muchos meses
.que de labios de una destacada personalidad española oíamos algo como
esto: "Ustedes los vascos son los únicos que han conseguido salvar
incólume el tesoro de la religión del cataclismo de la guerra que ha
cubierto nuestro país de ruinas, tanto espirituales como materiales. Esto
ha podido ser porque son ustedes el pueblo de las ermitas. Sigan siéndolo
y abandonen a otros la gloria de las catedrales".
Y es verdad que Euskal
Erria es el pueblo de las ermitas. No hay allí monte de alguna
importancia cerca de cuya cumbre no haya sido edificada una ermita que con
sus blancas paredes nos presta la ilusión de una paloma; de aquella
paloma cuyas alas anhelaba el rey profeta para elevarse al Creador. La fe
robusta de nuestro pueblo, libre de convencionalismos e hipocresías, ha
prodigado estos humildes santuarios que tan bien se avienen con el sentido
religioso íntimo, profundo y práctico del vasco. Una arboleda de robles
o encinas da protección y sombra a la humilde construcción dentro de la
que se alza un pobre altar ante el que recogerse y rezar. ¿Para qué más?
Los vascos, como todas
las naciones de características robustas, han comunicado un especial
aspecto a la religión que profesan. Pueblo sencillo y austero, poco amigo
del aparato externo, individualista y amante de la libertad, de un sentido
democrático difícilmente igualado, refleja todos esos aspectos en su fe
profunda e inconmovible pero sin alharacas; fe corta en palabras, pero ubérrima
en obras; fe que, en su reciedumbre, no teme la libre expresión del
adversario y, en su caridad, sabe acoger cualquier avance social que la
justicia, por otra parte, demanda; fe que no concibe, en su integridad,
ese absurdo desdoblamiento del hombre, pretendidamente moral en lo público
aunque inmoral en lo privado.
En las ermitas e
iglesias "juraderas" prestaba el jefe del Estado vasco, como
requisito previo a la toma de posesión de su cargo, juramento de respetar
las libertades de la tierra. De esa tierra cuyos representantes se reunían,
democráticamente, desde tiempo inmemorial para resolver, entre todos, lo
que de la responsabilidad e interés de todos era. De esas asambleas
soberanas, que comenzaban invariablemente con un acto religioso, estaban
absolutamente excluidos como representantes los miembros del clero secular
y regular. El Fuero de Guipuzkoa llega hasta a invalidar la representación
de aquel que antes de la Junta hubiera sido visto hablando con un clérigo.
Ved qué maravillosa conjunción de religiosidad y civismo. Qué saber,
dar al César lo que es del César,
rindiendo a Dios lo que sólo es de El. Con este maravilloso equilibrio se
movió y se mueve el pueblo vasco: con él su clero ejemplar. Ese clero
que, sintiendo las ansias y dolores del pueblo en sus propias entrañas,
se lanzó al campo de batalla a compartir sus peligros, a consolarle y a
morir con él. A morir y nunca a matar, que esta aberración no entró en
su espíritu. Con esta conducta, se adentró más, si cabe, en el corazón
del pueblo creyente. Con ella, con su moralidad intachable, con la
"adhesión" de su pueblo, con la aureola de su martirio, se ganó
para siempre el respeto sincero y profundo de todos los pechos nobles;
creyentes o no creyentes, vascos o no.
Euzko Deya, Buenos
Aires, Octubre 20 de 1946.