LA REALIDAD
ESPAÑOLA BAJO FRANCO
He aquí, amigo lector,
una historia verdadera. Más rica en episodios que una bien fabricada
novela; más sustanciosa en su moraleja que la más ejemplarizadora de las
fábulas, lleva sobre aquéllas y éstas la inmensa ventaja de su verdad
integral. Verdad exacta y minuciosa en todos los detalles que se siguen y
en otros muchos que hemos debido omitir. Razones obvias nos vedan el dar
los nombres así de personas como de lugares que nos son bien conocidos y
que en su momento, si es preciso, saldrán a luz. Y basta de preámbulo.
Se trata de un buen
vasco al que la rebelión militar española sorprendió lejos de su pueblo
en una ciudad dominada desde el primer momento por los facciosos. Llegó
un buen día en que la policía franquista le detuvo y, hechas las
averiguaciones del caso, vino a saber que se trataba de un afiliado al
Partido Nacionalista Vasco representando al cual era edil en su pueblo.
Esto bastó para que de inmediato recayera sobre él pena de muerte. Pero
como la ejecución de ésta se fuera dilatando y nuestro compatriota
hiciera mientras tanto méritos en la cárcel así por su buena conducta
como por el trabajo de sus manos de hábil mecánico, un favorable informe
del director de la penitenciería le salvó la vida haciendo que su pena
fuera conmutada por la inmediatamente inferior, o sea la de treinta años
de reclusión. Cuando llegó a cumplir siete y medio de éstos, se halló
con que, por la aplicación de la Ley de Redención de Penas por el
Trabajo, tenía legal-mente cumplidos quince años de su condena o sea la
mitad y entonces por aplicación de la Ley de libertad condicional, se
halló libre. Bueno, libre en esa libertad en la que viven hoy en el
Estado español varios centenares de ciudadanos que, al sentir en todo
momento suspendida sobre sus cabezas la espada de Damocles cuyo hilo puede
ser cortado por la menor imprudencia, descuido o malquerencia, han de
vivir en tal enmascaramiento espiritual que ello es uno de los tantos y no
menores baldones del régimen. Esa libertad condicional llevaba aparejada
además, en el caso de nuestro compatriota, la obligación de vivir a más
de doscientos kilómetros de su residencia habitual.
Con todo apremio hubo
de elegir otra fuera de ese radio y allá se fue a vivir solo y sin
amigos, ganándose la vida justamente de peón, cuando, a un par de meses
de estar allí, recibió una comunicación en la que —por el mismo
delito siempre y sin que más novedad hubiera ocurrido—, se le ordenaba
pagar perentoriamente, en el término de 48 horas, una multa de 2.000
pesetas.
Nuestro hombre se
sintió desesperar. El pagar en ese plazo le era imposible y el no hacerlo
significaba volver a la cárcel con todas sus consecuencias. No sabiendo
qué hacer, resolvió al fin huir de aquel pueblo y tomó a pie la
carretera en la esperanza de llegar a un lugar donde poder burlar a la
implacable justicia desapareciendo entre el mar de la masa anónima.
Apenas se había
alejado un kilómetro del pueblo cuando vio venir en dirección contraria,
pero por su misma vereda, a un religioso. Nuestro hombre, creyente a macha
martillo, pero deseoso de evitarse encuentros y explicaciones, cambió de
vereda, mas el religioso que, sin duda, había observado la maniobra le
saludó al llegar a su altura tan afectuosamente que el vasco se sintió
ganado y acudió a él. Y, al cabo de breve conversación, "confesóse"
con el religioso descubriéndole su desesperada resolución.
."Véngase Vd.
conmigo", le dijo el religioso y como el tono de su mandato más
tuviera de afectuoso que de imperativo, el vasco le siguió sin replicar.
Llegaron a la morada del religioso y entraron en ella. Acercóse aquél a
un armario y tomando del mismo 2.000 pesetas se las alcanzó al vasco:
"Tome y pague ahora mismo su multa". Nuestro compatriota,
desbordando emoción y agradecimiento, quiso inmediatamente firmar un
recibo, pero el religioso le atajó: "No, eso no. Ustedes los vascos
tienen el orgullo de su palabra, yo castellano no soy menos orgulloso de
la mía. Entre Vd. y yo no hay necesidad de documentos. Sé de sobra que
si Vd. puede devolverme ese dinero no dejará de hacerlo". "¿Y
si no lo hago?" "Entonces quédese también tranquilo porque
siempre pensaré que es porque lo necesita más que yo".
Y, evangélicamente,
añadió a la dádiva el consejo. Le dijo que sería más conveniente para
él trasladarse a un pueblo vecino donde acababa de abrirse un taller
mecánico en el cual podría trabajar y ganar bien: "No les diga Vd.
que va de mi parte porque allí a nosotros no nos quieren; pero yo sé que
son buena gente, y le atenderán".
Y, efectivamente, le
atendieron y el hombre, experto mecánico como dijimos, pudo conocer en su
nueva residencia unos meses de relativa prosperidad. El pueblo era
pequeño, de forma que al poco, más o menos, conocía a toda la gente y
entre ella a uno de los guardias civiles de puesto allí, al que un día
encontró en el paseo con una cara tan angustiada que a la legua
denunciaba alguna muy grave preocupación. "¿Qué le pasa a Vd.
hombre?", le interpeló el vasco. "Que me va a pasar: que
necesito llevar a operar urgentemente a mi mujer y no tengo las mil
pesetas que ello cuesta ni quien me las preste. Quien va a prestar aquí a
un guardia civil. Saben, además, que nunca las podré devolver..."
"Tómelas",
replicó el vasco, poniendo un billete de mil en manos del asombrado
guardia "y dése prisa". "Pero Vd.", exclamó el
guardia; "mire que ya me ha oido que seguramente nunca podré
devolver ese dinero". "Pues no le importe por eso", dijo el
vasco, casi repitiendo las palabras que él oyera del religioso, "si
no me lo devuelve, será porque lo necesita más que yo".
Marchóse el guardia
agradecido y rápido. Su esposa salió felizmente de la operación y
apenas unas semanas de todo aquello habían transcurrido, cuando
presentándose a nuestro compatriota le espetó:
"No sé cuál es
el delito que le trajo desterrado a este pueblo, ni me importa. Algo he
oído de sus ideas separatistas o cosa así. Pero, por encima de todo eso,
yo sé que es Vd. una buena persona y un hombre de corazón. Pues bien,
vengo a decir que acaba de llegar al cuartel la orden de conducirle a la
cárcel y en cuanto se haga el relevo de parejas, esa orden se cumplirá.
No diga Vd. a nadie que yo le he dicho esto, porque al hacerlo estoy
faltando a mi deber; pero también con Vd. tengo un deber y vengo a
avisarle... quizá tenga Vd. tiempo de tomar alguna
determinación..."
El vasco enloquecido
tomó el primer tren que sin contratiempo alguno le llevó a la ciudad de
X.X. De allí, partía a las pocas horas en uno de los ómnibus de línea
cuya estación de término quedaba muy cerca de la frontera francesa.
Gran trecho llevaban ya
recorrido cuando a lo lejos apareció en la carretera una patrulla de la
guardia civil de las tantas que hacen el control de viajeros. A su vista,
el buen vasco se sintió perdido y, en la angustia de su alma, sólo
acertó a inclinarse sobre el conductor del vehículo tras el que iba
inmediatamente sentado y susurrarle al oído: "No tengo
documentación". La respuesta que recibió del conductor que ni
siquiera volvió la cara para mirarle fue inmediata y en el mismo tono de
voz: "Voy a frenar: bájese conmigo y haga lo que le diga".
Cuando los guardias que
ya estaban muy cerca llegaron al ómnibus parado, encontraron a nuestro
mecánico enfrascado en el examen del motor, mientras que el chófer que
simulaba estar muy furioso dirigía al sargento de quien ya era conocido
de vista desatándole maldiciones contra aquel
coche que tanto quehacer venía dando al compañero y a él... Hicieron
los guardias la revisación de los viajeros sin que a los dos mecánicos
—piezas del coche, como quien dice se les ocurriera molestarles y se
despidieron. Mientras se ocupaban de la fingida reparación, el conductor
amaestró al vasco: "No puede bajar hasta la estación de término.
Hay allí un riguroso contralor con bínete antropométrico, por más
señas, del que no lo salva ni la Providencia. Pero Vd. hará lo
siguiente: un par de kilómetros antes de llegar al poblado hay una venta
frente a la cual yo pararé simulando dar un recado. Bájese Vd. en ese
punto y tome un sendero que allá mismo arranca y conduce a un grupo de
caseríos. Dígales que ha venido para la feria de mañana y que como no
ha hallado posada en la población, ha pensado que podría pasar allí la
noche. Es buena gente y espero que le ayudarán. Y que Dios le acompañe,
que no puedo hacer más por Vd."
Paró el coche ante la
venta citada: descendió el vasco, tomó el sendero, dio con las granjas,
pidió albergue en una de ellas y diéronle cena y cama. Y a las cinco de
la mañana, he aquí que se siente despertar de su ligero sueño por su
huésped que a la cabecera de cama y mirándole significativamente le
dice: "Para ir a la feria es aún temprano, pero para lo que Vd. ha
venido ésta es la hora". Y haciéndolo levantarse y dándole un
sustancioso desayuno, le mostró cuál era el camino que debía seguir
para llegar, como a las pocas horas lo hacía, sano y salvo, a la libre
tierra francesa.
Esta es la historia
verdadera de un vasco a quien yo conozco que hace aún pocos meses
consiguió la libertad. En su lucha contra el Estado opresor, fue ayudado
noble y espontáneamente por cuatro hombres de distintos estados y
condiciones que ni su nombre conocían, como él ignora los de ellos. El
religioso, el guardia, el chófer y el granjero le dieron su dinero o
pusieron en peligro su empleo, su bienestar y su libertad misma a impulsos
de un sentimiento de solidaridad humana que, por un fenómeno que honra a
nuestra especie, crece siempre en la medida que las tiranías pretenden
asfixiarlo. Y ésta es, mis amigos uruguayos, la historia exacta,
desprovista de todo adorno que os quería contar porque tengo para mí que
difícilmente elocuencia alguna de palabras o de cifras podría llevar a
vuestros espíritus, tan sutiles captadores de esta clase de hechos, un
reflejo tan fiel, tan vivo y tan aleccionador de la realidad española.
El Plata, Montevideo,
Noviembre 4 de 1948.