ADIÓS AL
URUGUAY
Después de unos
meses de ausencia que pensábamos breve, he aquí que la vida nos
fija —¡qué sabe uno para cuanto!— lejos de tierra oriental.
Esto es corno un
desgarrón en el alma; una tristeza muy honda en la que pareciera fuéramos
a hundirnos sin encontrar el fin jamás. Si el buey brama cuando se
le separa de aquél con quien araba, cómo no gemirá nuestro espíritu
al despedirse de compañía tan deleitosa como esa tierra a la que
el tiempo, sellando la consustanciación de efectos, convirtió en
nuestra segunda patria.
Entramos en ella
predispuestos a quererla y la fuimos queriendo cada vez con más
arraigada pasión. Para nosotros que llegábamos huérfanos de
patria, ella se ofrecía tierra generosa; para nosotros hambrientos
y sedientos de Justicia, ella se nos aparecía maravillosamente
grande en su culto a esa Justicia que hoy, por todas partes, los
poderosos del mundo se empeñan en ignorar; para nosotros soldados
en derrota del ejército de la Libertad, ella resplandecía como un
milagroso oasis donde el hombre, si no es libre, deja de ser
estimado como hombre; donde los tiranos temblarán siempre, aún viéndola
pequeña, como se encoge siempre, ante la integridad de la virtud,
la más osada de las villanías.
En ella fermentó
cien veces nuestro espíritu con la visión de la protesta espontánea
de todo un pueblo, ante toda injusticia y toda sinrazón cometida no
importa donde ni contra quien. En ella nos nacieron hijos de nuestra
sangre que, en cualquier parte que vivan, pregonarán siempre
orgullosos su condición de orientales, como proclamarán siempre su
ciudadanía uruguaya sus padres en cualquier rincón del mundo a que
los azares de la vida los arrastren.
Llegamos como lo
que somos, sin tapujos ni disfraces: hombres de Cristo, vascos y demócratas.
Y para nosotros se abrieron siempre todos los brazos y hubo efusión
en todos los labios y reflejos de simpatía en los ojos que no saben
mentir. Y lo mismo en los de nuestra estirpe que en los que en ella
no están enraizados, e igual que en los creyentes en los que no
comulgan con nuestra Fe, se nos abrieron los corazones, en un
generoso impulso de solidaridad humana, en un natural movimiento que
impone ese culto a la dignidad del hombre que tan profundamente
siente el uruguayo y que es base de roca de su ejemplar democracia y
de su triunfante libertad; ¡Libertad! el mayor invento de Dios,
como hermosamente dijo Peguy.
Se nos abrieron
todas las puertas y nos movimos y trabajamos en la Universidad, en
el Instituto de Estudios Superiores y en el Ministerio de Instrucción.
Y pulsamos la vida oriental en el Parlamento, en la Academia de
Letras, en el Ateneo, en la calle, en las tribunas populares, en las
redacciones de los diarios; en todas a las que acudimos. Que si en
éste en que escribimos anclaron más que en otro alguno nuestros
afectos y afanes, en otros fue parecido, y ninguno nos rehusó su
atención. Sin olvidar nunca, como bien nacidos, nuestra condición
de vascos, fuimos en todas partes, simplemente, un uruguayo más.
La suerte nos
deparó vinculaciones que revalorizaron nuestra vida, dieron nuevos
impulsos a nuestros afanes y alumbraron vías nuevas a nuestras
ideas y sentimientos. Hombres de gobierno y de la oposición, sabios
profesores, inspirados poetas señores del verbo y jerarcas de la
pluma, hombres del campo y de la ciudad. No recordamos de enemigos;
si alguno se siente tal, sepa por nuestra parte, su deuda estaba ya
perdonada desde antes y desde el fondo del corazón.
El alejamiento de
tantas preciosas amistades cava en nuestra vida un vacío que nos
será difícil, muy difícil de colmar. Asoman a los puntos de la
pluma nombres muy queridos de preclaros orientales que con su
amistad ennoblecieron nuestro vivir, y tras ellos, en luminosa teoría,
comienzan a desfilar por nuestra memoria tantos y tantos otros. Pero
cuando queremos aprehenderlas, he aquí que las brillantes figuras
se difuminan. Ya no son éste y el otro sino una sola cosa, la única
que yo puedo ver en estos instantes: el Uruguay.
Pero el corazón
se anuda, la voz se quiebra, se nublan los ojos y las lágrimas
caen... no nos avergonzamos de ellas. Adiós, Uruguay. Todas las
bendiciones que el corazón de un hombre pueda desear para aquello
que más ama, las invoca hoy para ti éste que aprendió a amarte
mucho y que ya, sea lo que sea que la vida le depare, no podrá
dejar de amarte jamás.
El Plata,
Montevideo, Abril 3 de 1955.