LOS LIBROS DE LA
CARACAS COLONIAL
El Libro, ese precioso
legado que las generaciones que fueron dejan a las que las suceden como el
mejor medio de vincularlas a lo más entrañable de su vivir, no fue
durante la Colonia —en cuanto a su entidad física— producto propio de
la tierra venezolana, puesto que la introducción efectiva de la imprenta
vino casi a coincidir con la Independencia. Huelga, pues, decir que los
volúmenes que nutren las bibliotecas caraqueñas en el período colonial
proceden de la metrópoli, bien fuesen impresos en ella, como hubo de
suceder en la inmensa mayoría de los casos, bien llegasen por su conducto
y a través de las barreras de una legislación de tendencia eminentemente
restrictiva.
El reducido tráfico
que en los últimos años del siglo XVI se inició y durante el XVII
continuó entre los puertos de Venezuela y los de la Nueva España en
donde, gracias a la iniciativa y esfuerzos del obispo de México Fray Juan
de Zumarraga se estableció la imprenta que para 1539 había de publicar
el primer libro estampado en el Nuevo Mundo, no es de creer constituyese
en la importación de volúmenes a Venezuela caudal digno de consideración,
aunque sospechamos que alguno hubo de llegar a tener. En realidad, la
introducción, al por mayor y de un modo regular, sólo comienza aquí a
fines del primer tercio del siglo XVIII, exactamente el año 1730, al
llegar los primeros navios de la Compañía Guipuzcoana. Poseemos, en
efecto, el interesante dato que consta de la certificación expedida por
el contador, a petición del Gobernador García de la Torre, que de los
237 cajones registrados en el cargamento de los tres primeros buques
guipuzcoa-nos arribados, 26 eran de libros1 señalando así un promisorio
precedente que bien justifica las palabras de Gil Fortoul: "... no se
ha de olvidar que los barcos de la Compañía Guipuzcoana trajeron a la
hasta entonces pobre e inculta colonia venezolana algo más importante que
las mercaderías españolas. Trajeron libros, ideas, moderno espíritu
emprendedor, hombres arrastrados en su mayoría por el movimiento que iba
a culminar en la Enciclopedia y la Revolución Francesa. Guipúzcoa,
vecina de Francia y hogar de una raza noble que juntó siempre las energías
del trabajo con e! espíritu de independencia, vino a modernizar en lo
posible el anticuado régimen de los conquistadores"
De que la importación
de libros por los Navios de la Ilustración — para acogernos a la
consagrada denominación de Ramón de Basterra— continuó en los años
siguientes, estamos ciertos por un hecho que ocurre dos décadas después
de la primera arribada. Es en 1749, cuando el estado de excepción creado
por el alzamiento de Juan Francisco de León contra la Compañía obliga,
entre otras cosas, a levantar inventarios de las mercancías depositadas
en los almacenes de ésta. El resultado, por lo que hace a los libros, es
señalar que los existentes en la casa de la Compañía, en Caracas,
ascendían a cinco mil novecientos treinta y tres (5.933) volúmenes.
Cifra realmente considerable si se atiende a dos razones: la primera, que,
desgraciadamente, no contamos con los inventarios de las factorías de La
Guaira, Puerto Cabello y San Felipe, que, sin duda, contribuirían no poco
a acrecentar ese número, y segundo, que sí tenemos en cuenta que la
mayoría de esos libros están comprendidos en cajones que llevan la
precisión "del tiempo de don Nicolás de Aízpurua" y que éste
ejerció la dirección de la Compañía en los años 1736-1744, hemos de
concluir que esos cajones inventariados no son sino el resto de los que,
por lo menos cinco años antes, habían llegado a Caracas a bordo de los
navios de la Ilustración. Esto nos lleva también a establecer que en el
quinquenio 1744-1749 no fue mucha la importación de libros o que ella fue
más bien enderezada a las otras factorías por estar aún la de Caracas
bien abastecida. Finalmente, si el contenido de trece cajones que se citan
en el inventario arroja, según puede verse, un promedio de cerca de
cuatrocientos (400) tomos por cajón, esto querría decir, aunque bien
sabemos lo aventurado de este cálculo, que ascenderían a diez mil en números
redondos los libros que vinieron en los veintisiete cajones de la primera
arribada de los buques de la Guipuzcoana.
Los libros
inventariados en 1749 pueden agruparse, más o menos, por materias, como
sigue:
Devoción y Liturgia
Teología y Moral Historia y Geografía Jurisprudencia Medicina y Farmacia
Literatura española y latina
Si de las
materias pasamos a su frecuencia, vemos que los libros de tema religioso
aparecen en franca mayoría. Son bastante nutridos los grupos de medicina
y jurisprudencia; discretamente representados los de literatura española
y latina —en este idioma o en versiones castellanas— y casi inexistentes
los clásicos griegos, salvo en muy pocos casos y ellos en traducciones.
Ahora bien, desde que
hace ya unos cuantos años estudiamos este inventario3 han pasado por
nuestros ojos y hemos cuidadosamente copiado muchas docenas, quizá
centenares, de bibliotecas particulares caraqueñas. Y hemos podido ir
viendo cómo, a lo largo del siglo XVIII, lo que podríamos llamar el núcleo
de ellas, en pequeño o en grande, cuantitativa y cualitativamente, sigue
representado por los títulos que en el inventario de 1749 aparecen con
las consiguientes variaciones que ef correr de los años va imponiendo. Lo
que quiere decir que las bibliotecas o librerías, como por entonces se
decía, se van formando con arreglo a los antiguos cánones y a base de
los volúmenes que, procedentes de la península, siguen viniendo a bordo
de los navios de la Compañía y que los particulares adquieren en Caracas
en los almacenes de ésta. Claro está que las adquisiciones no siempre se
hacían directamente de ese depósito. Así vemos que al morir, en 1780,
el Canónigo don Simón Malpica, fundador que fue del Colegio de Niñas
Recogidas y poseedor de una buena biblioteca, se ponen a la venta sus
libros y "El presbítero Don Francisco Yanes, Tte. Cura de San
Pablo" quedó en el remate con el Pontifical, Política Indiana,
Sinodales, Ceremonial, de Bauldir; Don Quijote, Anatomía, Instituía,
Historia del Perú, Construcción deHimnis, Arte de cocina. Gramática
española y francesa. Vida de Isabel de Inglaterra, Adición a la gramática
francesa. Honras del Cardenal de Molina, los dos Diurnos y Fábulas de
Esopo''. Por su parte, don Juan José de Infante, Notario del Tribunal de
la Inquisición, "remató el Calepino, de Salas, el Cejudo; la
Instituía, Práctica de Secretarios, e Historia de España". El
doctor don Vicente de Echeverría "remató dos tomos del cuerpo de
Derecho Canónico". El presbítero don Juan Félix de Aristeguieta
"remató los tres tomos de Teología, de Arsdequin, un librito
Preparación para la Santa Misa, El Despertador de Sacerdotes, un tomo del
Padre Corella, Práctica de Confesores". Y así tantos otros que se
repartieron la librería del Padre Malpica en cuya relación de volúmenes
puede verse este curioso dato: "Doce tomos de la Historia del Pueblo
de Dios sobre los que se encontró un papel, apunte de los libros de dicho
Tesorero, una nota en que se dice que luego que fallezca se entreguen al
Santo Tribunal de la Inquisición por estar prohibida su lección y por
especial licencia que para ello tuvo a él permitida"
Otro caso de remate de
libros lo tenemos tras la muerte del Licenciado don Antonio Romero Vivero,
en 1787, en cuyo expediente testamentario se puede ver la "Nómina de
los libros pertenecientes al mismo que quedaron en la bodega para la
venta"5. Y así debió de ocurrir en tantas otras oportunidades.
Algo ha de decirnos
sobre cada colección de libros o biblioteca particular la personalidad de
su respectivo dueño. SÍ escogemos algunos representantes de varias de
las profesiones más propicias al cultivo literario, vemos, por ejemplo,
entre los obispos caraqueños al Dr. don José Félix Val-verde quien
llegado a La Guaira el 12 de octubre de 1731 a tomar posesión de su sede,
al morir el 23 de febrero de 1741 deja una bien nutrida biblioteca de más
de doscientos títulos. Natural es que entre ellos aparezcan algunos como
Sínodo de Chiapa, La octava maravilla de México explicada, Concilio
Mexicano y el Manual de Sacramentos del Sr. Dn. Juan de Pala-fox, etc.,
puesto que, como sabemos, al ser elegido para la sede caraqueña era Deán
de la Catedral de Oaxaca. Normal también que se preparara su nueva
dignidad con obras como Gobierno Eclesiástico, de Villarroel, De Eclesias
Cathedralibus, de Urrutigoiti —aunque ésta es fácil la manejara ya en
México—, De Potestate Episcopi, de Torrecilla, De Sermones Epis-copi,
de Aguilar, etc. Como Doctor de Teología que era, nada ha de
sorprendernos la presencia en su librería de la Theologia Moral del Padre
Lacroix, la Summa Theologica del Aquinate, los cuatro tomos de la obra
teológica del Padre Valencia, y, finalmente, que no falten los volúmenes
relativos al Derecho Civil, común y regio, la Biblioteca Canónica
(cuatro tomos) de Begnudello, los tres de Derecho Canónico y Decreto de
Graciano, las Consultas Canónicas de Pignatelli —"en que falta el
tomo 9 por ser trece en total"—, el Patronato Real y muchas más de
derecho civil y canónico cuya presencia, aparte de otras razones, bien la
puede explicar el grave conflicto que, durante el gobierno de la diócesis
por el Doctor Val-verde, surgió con la llamada "cuestión
Abadiano" "con público escándalo y evidente perjuicio de las
almas"6. Por otra parte, el conjunto de obras en las que predominan
las de severa lección no deja de hallar su válvula de escape en otras más
amables como las de Virgilio, Horacio, Ovidio, El Quijote..., con las que
el buen prelado apacentaría su ingenio en espera del día en que habría
de abandonarlas para ir, con libertad y tiempo sin tasa, a leer en las
librerías del cielo.
Abundan relativamente
las colecciones apreciadles de libros entre los sacerdotes caraqueños de
esta centuria. Recordaremos la del citado canónico Malpíca, la de don
Francisco Xavier de Ayesleran, cura rector de la Catedral, las de los
presbíteros don Juan Daniel Castro, don Antonio Chi-rinos. Padre
Palazuelos... Pero hoy nuestra atención será para la del Dr. don Miguel
Muñoz, bien instalada en su casa de habitación —pues tiene cuatro
casas más en Caracas— en la que don Miguel vive como un gran señor en
buena compañía de muebles y cuadros y para salir de la cual cuenta con
"una silla volante buena" y otra "de manos antigua y
usada"... Pero no nos apresuremos a condenar a don Miguel quien ha
dispuesto dejar por universa! heredero de sus bienes a "la fundación
del Colegio de Niñas pretendido por doña Josefa de Ponte". Nos
interesa hoy su librería que se acerca a los doscientos títulos en los
que continúa el predominio abrumador de las obras religiosas. Pero no
faltan otras como la Historia de la Conquista de México, de Solís —que
en la biblioteca del Obispo Valverde echábamos de menos— y la del Perú,
del Inca Garcilaso, y la de la Conquista de Caracas (sic) de Oviedo y Baños;
el Origen de los Indios de García, los Viajes de Cortés, el Viaje a la
América y otras con las que don Miguel gusta de tomar contacto con el
pasado de las tierras americanas. Igualmente lo mantiene con los clásicos
castellanos a través de Parnaso Español (ocho volúmenes), Mayans,
Cartas de varios autores (cinco tomos), Obras de Gerardo Lobo, obras poéticas
de Gradan, las Empresas de Saavedra, Obras de Que-vedo (cinco tomos), las
del Padre Fcijóo (16 tomos)... Pero entre ésas y otras de autores españoles
que se'citan se echa de menos aquí la que no suele faltar en la mayoría
de las librerías caraqueñas de la época: El Quijote. Y don Miguel era
"hijo de don Juan Muñoz de Loaysa de la villa de Daimieí en la
Mancha en España"'.
El predominio que
venimos señalando de las obras religiosas en las bibliotecas caraqueñas
cae verticalmente en la colección de libros que quedaron a la muerte de
don Manuel María de la Torre, en 1768. Sólo cuatro o cinco libros de carácter
religioso se registran entre los treinta y cinco que integraban la pequeña
biblioteca de Torre, funcionario de la Compañía Gui-puzcoana en Puerto
Cabello. Otra característica de esta librería es la preponderancia en
ella de las obras francesas, en las que junto a Moliere y La Fontaine,
pueden verse otras que se acercan más a la Ilustración y responden a los
nombres de Fontenelle, Rollin y Voltaire.
Otro guiptizcoano, el
Factor Principal, don José de Amenabar, nos ofrece también en su librería
la singularidad de que, junto a las obras religiosas y literarias, que no
son muchas, hagan acto de presencia unas cuantas que marcan una nueva
dirección en las colecciones de libros caraqueños. Se trata de la serie
de tomos como los de Arte de hacer las Indianas, Arte de Cerero, Arte de
hacer papel, Arte de cultivar moreras. Arte de teñir lanas, Ensayo sobre
el blanqueo de lienzos. Arte de convertir e! cobre en latón. También
podemos ver en esta librería el Ensayo de la Sociedad Bas-congada,
editado en 1768, por los Amigos del País, en el que entre otros temas se
insertan unas observaciones sobre la epidemia de viruela que cundió en
Azcoitia en 1762 y 1763 y están firmadas por un tal don "Juan
Antonio de Caracas".
Lo anterior nos lleva
al tema de las bibliotecas especializadas de las que creo no puede
hablarse en esta época, pues las de los abogados y médicos, por ejemplo,
poco se diferenciaban de las demás. Quizá, dentro de su poco volumen,
pues apenas contaha con medio ciento de títulos, sea la del Licenciado
don Francisco José de Alcántara una de las que, comenzando por El
Abogado Instruido, los libros de su profesión constituían mayoría. Pero
no podría ser menos en don Francisco José, quien sabemos representaba a
la docta jurisprudencia coronando su atuendo con sombreros de tres picos
de los cuales tenían dos "con su plumaje ei uno negro y el otro
blanco", su peluca y su "bastón con puño de plata"3.
Entre las librerías de
los médicos quizá sea la del guaireño don Roque Gómez de Salazar una
de las que más abunda en libros de medicina. No dejaremos en olvido las
de otros doctores como Tachón, Sígalux, Charem-bert, Fisel... que si es
verdad que son menos caudalosas que las de Salazar, no hay que olvidar que
la preceden en medio siglo todas ellas''.
Entre las grandes
familias de fines de siglo sólo citaremos a dos para señalar, en ambos
casos, lamentables desapariciones. Recordaremos a don Francisco Javier
Antonio Mijares de Solórzano, quien, al fallecer en casa de su familiar
el Conde de San Javier, deja dispuesta la erección de un vínculo que,
integrado entre otros bienes por "la librería que tenía y que
constará de los inventarios que se han de formar de todos y cada uno de
los cuerpos, obras e impresos, exceptuando los duplicados que se hallasen
entre ellos..." No debía de ser cosa de poca monta esa librería a
la que con reiteración se cita y, desgraciadamente, perdida, que sepamos.
Igualmente habla en su
testamento de 1786 de "los tomos que tengo en mi librería" el
presbítero doctor don Juan Féiix de Aristeguieta y Bolívar. No aparece
esa biblioteca en el inventario formado tras su muerte, entre los bienes
con que vemos instituye un vínculo y mayorazgo, "para dar esplendor
a su familia materna" en favor al niño Simón Bolívar, quien se nos
dice "tomó y tocó con sus manos —dichos bienes— y dijo en alta
voz, por medio de su curador presente que si había quien impidiese o
contradijese la posesión que por decreto de S.A. toma real, actual y
corporal y no habiendo quien la impidiese quedó en ella con autoridad de
su curador..."'".
Daremos fin a este
breve viaje sentimental por las bibliotecas caraqueñas coloniales
haciendo parada en una de las últimas del siglo. De las últimas, pero
ciertamente que no de las menos importantes. Es la que podemos conocer a
la muerte de don Juan de Vegas Bertodano, en 1797, en su casa de Caracas
en la que medio siglo después se instalaría el Colegio Chávez y que era
contigua a la de su amigo don Felipe Llaguno y Larrea. Amueblada y
alhajada con el lujo que se podía permitir un rico comerciante dueño,
entre otros bienes, de una hacienda de arboleda de cacao en el sitio de Súcula
y otra en el valle de! Tuy con "oficina de batir añil". Pero lo
más interesante para nosotros de esa señorial residencia era su librería,
que con sus cerca de cuatrocientos títulos constituye una de las
colecciones más amplias de la época y por la diversidad de materias y
los nombres de los autores es un magnífico exponente de la cultura
caraqueña al caducar el siglo XVIII. Desde los diccionarios de la lengua
castellana, el vasco de La-rramendi, los de latín y el histórico de
Moreti, hasta la gramática de Ma-yans y la francesa y el Arle de
Vascuence; desde la Biblia y el Kempís y las Confecciones de San Agustín,
hasta los Ejercicios de San Ignacio y los Nómbresele Cristo de Fray Luis
de León; desde Cervantes y Gracián, hasta Góngora y Sor Juana Inés de
la Cruz; desde Virgilio y Horacio y Ovidio y Juvenal y Cicerón y Séneca
—en lengua latina todos ellos—, hasta las colecciones de arte que nos
recuerdan las del Factor Amenabar: Arte de latón. Arte de hacer papel.
Tintura de lana. Industria Popular... y quince tomos de Feijóo. SÍ en la
Curia Filípica, la Política Indiana de Solórzano o la Censura sobre el
arte de pensar nos parece observar un ceño adusto, ahí están para
desarrugarlo ese sabroso tomo del Arte de repostería y esos otros tan
amables del Arte de danzar a la francesa, Reglas para tañer todos los
instrumentos mejores, etcétera.
Qué grata debía de
ser la estada en la acogedora biblioteca de don Juan! Sin duda que era del
linaje de aquéllas en que, al decir del poeta, ningún libro podría
desdeñar a su vecino; de aquéllas donde al entrar nos parece que
escuchamos los últimos ecos de un coloquio entre ellos entablado y que
nuestra presencia interrumpió.
El Farol, Caracas, N.°
228, Enero - Marzo de 1969.