CARTA DE CARACAS.
GLORIA AL BRAVO PUEBLO
Parece como que
hubiéramos empezado a respirar en Venezuela. Para quien se haya hecho al
ambiente de libertad, consustancial en el Uruguay con la vida, desde la
raíz al pináculo, la existencia tenía aquí algo de asfixiante que no
era otra cosa, simplemente, que la falta de esa libertad. Claro que podía
vivirse con cierta tranquilidad siempre que uno no se dejara arrastrar por
la seductora tentación de ser persona. Pero no sin dejar de sentir sobre
la cabeza algo que en cualquier momento podía fulminarnos a la menor
imprudencia verbal, al más pequeño desahogo incontrolado. Uniformes por
todas partes, superabundancia de milicios autobombo del gobierno por el
gobierno y para el gobierno, prensa al dictado, los partidos políticos
fuera de la ley, los sindicatos sombra de una sombra, el terror contra
cualquier brote de oposición, el peculado constituido en negocio normal
de los favoritos de la situación, el desmedido enriquecimiento de éstos
en contraste con la increíble miseria de las clases bajas en este país
donde el oro mana sin cesar eran algunas de las características más
salientes del gobierno que acaba de caer y con su caída nos ha traido la
grata sensación de que empezamos a respirar en Venezuela.
Una de las cosas que
quizá haya distinguido más al derrumbado régimen era su carencia total
de ideología política o de cualquier otra especie. Cierto es que se
inventó algo que llamaban "El nuevo ideal nacional", pero la
verdad es que ello era tan vago e inconsciente que dudamos mucho de que
sus mismos autores supiesen con la deseada exactitud de qué se trataba. Y
como gobernar sin la base o el pretexto, al menos, de alguna ideología
por errónea que ella pueda parecemos es uno de los grandes pecados contra
la inteligencia, la dictadura se había granjeado la enemiga total de las
clases intelectuales del país y en la Universidad tenía sus más
irreductibles adversarios, sobre todo en el valiente estudiantado que supo
dar la cara y salvar el honor cuando el terror paralizaba a todos, y
quien, sin decaer un momento, con sus hojas mímeografiadas, sus
manifestaciones callejeras, y, últimamente, con su lucha armada, ha
escrito una de las más brillantes páginas en los anales del país.
Otra de las notas
predominantes del régimen era su intrínseca inmoralidad. No ya la
íntima del dictador y sus más allegados compinches que en la isla de la
Orchila reeditaban las orgías de Tiberio en Capri, sino, además de ésa,
la inmoralidad administrativa erigida en sistema en una danza de millones
tal que sólo la portentosa riqueza actual de Venezuela podía resistir el
despilfarro. Era natural que ante estas cosas la Iglesia reaccionara
denunciando, como lo hizo el digno Arzobispo de Caracas en su pastoral del
1 de mayo, el miserable estado del pueblo venezolano al cual nada
indispensable debiera de faltar hoy día con una distribución nada más
que medianamente justa de la riqueza nacional. Desde esa fecha comenzaron
las fricciones del Gobierno con el clero, varios miembros del cual fueron
encarcelados, mientras otros entablaban la lucha por el pan y la libertad,
encuadrados en la llamada "Junta Patriótica" que tan
eficazmente ha sabido trabajar en la clandestinidad.
Pan y libertad se
negaba al pueblo; pan, libertad e instrucción. Instintivamente odiada por
toda dictadura. Cuando se piensa en los cientos de millones invertidos en
esas suntuosas obras de las que se envanecía el grotesco dictador, la
simple consideración de los niños sin hogar que pululan por las calles
de Caracas; el desnudo hecho de que alrededor de la mitad de la población
infantil de esta ciudad carece de escuelas primarias, es algo que habla
por si solo del régimen caído con una elocuencia que no hay por que
afanarse en buscar en otra parte.
La medida se iba
colmando. Vino a rebasarla la parodia de plebiscito realizada el 15 de
diciembre por el que se intentaba dar alguna apariencia de legalidad a la
continuidad del dictador. La torpe forma en que fue organizado y, sobre
todo, el haberse concedido voto a todos los extranjeros con residencia de
más de dos años en el país, pensando con esto disimular el absolutismo
del electorado venezolano que ya se presumía, fue el hecho que derramó
la cohesión definitiva de todos los opositores al régimen que extendían
ya sus filas desde la iglesia a la banca hasta los partidos extremos. Con
ellos iba coincidiendo parte del ejército, principalmente los oficiales
jóvenes.
El 1 de enero
sobrevolaron Caracas aparatos del ejército sublevados en la base de
Maracay que ametrallaron la casa de gobierno de Miraflores en una
intentona que al cabo de dos días de incertidumbre se dio por dominada.
Pero la batalla había
sido dada. Y el pueblo, unánime ya contra el opresor, comprobó que la
decantada unidad granítica del ejército se había resquebrajado. Los
acontecimientos se fueron precipitando.
Para el día 21 al
mediodía se anunció clandestinamente la huelga general. El gobierno
había tomado todas las precauciones policiales imaginables, pero todas se
revelaron absolutamente impotentes. Ese mediodía todos los autos —que
sobreabundan en Caracas— comenzaron a hacer sonar sus cornetas con
atronadora unanimidad; las iglesias echaron a repique sus campanas y, a
estas señales, el comercio cerró sus puertas, obreros y empleados se
retiraron a sus casas y la ciudad entera se replegó en sí misma muda y
desafiante. Y la prensa en unánime actitud cívica había dejado de salir
desde la mañana.
Fue inútil la
represión. La voluntad del pueblo estaba tensa y de nada sirvió que la
policía ametrallase, sobre todo en los barrios populares, al heroico
pueblo que respondía a pedradas y botellazos. La situación se fue
haciendo insostenible, y en la madrugada del día 23, el contra-almirante
Larrazabal, una de las más brillantes y honestas figuras de las Fuerzas
armadas, exigía a Pérez Jiménez la renuncia, en nombre del pueblo y del
ejército.
Sobre nuestra casa, a
la vista del aeródromo, vimos esa madrugada a las 3 pasar todavía bien
bajo el avión que llevaba la triste carga del tirano derrocado. Después
hemos visto partir otros y entre ellos el que, antes que la radio lo
anunciara, adivinamos que se llevaba de aquí un detritus más: el hombre
fuerte de la Argentina, Juan Domingo Perón, que abandonó su refugio de
la embajada dominicana pálido y lloroso. Tanto quizá como por el miedo,
porque aquí se dejaba unos cientos de millones que ya no recuperará
más; cientos de millones que eran el mejor instrumento de que disponía
para su pretendida recuperación política.
Pérez Jiménez y
Perón han corrido a refugiarse a Santo Domingo que con estas tristes
adquisiciones ha acentuado aún más su carácter de ciuda-dela de la peor
tiranía de América. Quizá convenga que se concentre allí todo lo poco
que de regímenes autoritarios va quedando en este continente para que
así caiga y se hunda definitivamente por su propio peso de fruta podrida
que es preciso enterrar de una vez para que nunca más infecte los aires
libres de estas tierras nacidas para la libertad.
Esto es lo que hoy
esperanzadamente ansian los hombres de este Nuevo Mundo que atisban a
través del Atlántico el próximo derrumbe del dictador que en España
dio ejemplo y aliento a tantos de estos tiranuelos. Ello no puede tardar
si se ha de terminar de una vez con el sarcasmo de llamar "Mundo
libre" a aquél en el que en muchas de sus partes aún el pueblo gime
bajo la férula de monigotes endiosados.
Mientras tanto, en
Venezuela parece como que hemos empezado a respirar.
Euzko Gastedi, Caracas,
1958.