DIÁLOGOS DE
AUSENCIA V PRESENCIA
Errikoi.- No lo dudes,
Errimin, todo tiene su precio y hay que saber pagarlo. Es alto éste que
la guerra nos impuso al desparramarnos por todos los rincones del mundo,
pero si sabemos aprovechar la experiencia, ¡qué fructuosa ha de ser para
la Patria! Y lo sabremos; al menos, lo sabrán muchos. Espero que el próximo
Congreso de París sea la piedra de toque.
Errimin.- ¡Qué
diferentemente miramos el negocio, Errikoi! Tú crees que el conocer bien
las demás tierras es el mejor medio para llegar a comprender la nuestra.
Yo, en cambio, pienso que cuanto más permanece uno en su propia casa,
tanto mejor comprenderá las otras; quiero decir que cuanto más penetre
en las esencias de su tierra no sólo la amará más y mejor, sino que, al
mismo tiempo, entenderá y amará más a las ajenas.
Errikoi.- Y, sin
embargo, recuerdo aquello de Ibsen que vivió casi treinta años en el
extranjero sin dejar nunca de pensar en Noruega y sin dejar de
comprenderla. Decía él que jamás había visto de manera tan nítida y
completa su hogar como lo hacía desde lejos. Y piensa también en lo que
An-dré Gide escribía de Barres a propósito de Les Déracinés, de este
último: "SÍ no hubiera ido a París, no había podido ser capaz de
escribir el lihro en que aconseja a los demás que se queden en su
tierra".
Errimin.- Precisamente,
Errikoi, precisamente, ¿No te parece ésa una cruel experiencia? Puede
ser rica para los demás, pero ¡qué dolorosa para el que la sufre!
Errikoi.- No te la
quiero imponer, ni tampoco a nadie. Porque, además de todo, nosotros no
somos como los ingleses, de los que se ha dicho que
en cualquier rincón del mundo pueden sentirse en su casa, porque siguen
siendo ingleses. En los vascos la cosa varía totalmente. El nuestro que
va a tierra extraña tiende naturalmente a consustanciarse con ella. Esto
me parece muy noble, tanto quizá como el no haber emprendido nunca una
guerra de conquista, pero es difícil calcular hasta dónde nos ha
debilitado.
Errimin.- Y, sin
embargo, ¿recuerdas aquello de nuestro Fuero, que al conceder al presunto
malhechor treinta días para comparecer libremente a defenderse so el árbol
de Gernika, le daba tiempo con ello para huir de la tierra? Pero pensaban
que difícilmente lo haría porque ¿qué mayor castigo podían darle las
leyes que el que, al perder su tierra, él mismo se infligiría?
Errikoi.- Te olvidas de
nuestra ubérrima cosecha de aventureros.
Errimin,- La tengo bien
presente. La pequenez y aspereza de nuestra tierra y la vecindad del mar
con sus vías infinitas era una demasiado viva tentación para una raza
fuerte. La estampa del aventurero es humana y simpática, sí, pese a
todas sus enormes fallas. Pero díme: ¿qué legaron a la Patria? Casi
todos olvidaron la cuna y pertenecen al sepulcro. Si al menos hubieran
sabido redimirse como Iparraguirre con aquel "Ara nun dirá mendi
maitiak"... Ese fue quizá el momento más luminoso de su vida de
estrella errante.
Errikoi- Quizá,
Errimin, todo está en el temple de cada uno. Bien que los débiles se
enraicen hondo allá en la tierra, pero los fuertes pueden sernos más útiles
peregrinando, porque siempre seguirán siendo ellos mismos y de los extraños
tomarán sólo aquello que les convenga.
Errimin.- Temo que les
convengan demasiadas cosas. Si de distinguir se trata, hagámoslo a base
de calidad de amor. Porque a quien de verdad ama, nada podrá distraerlo
del objeto de su dilección, esté ausente o presente. Pienso ahora en
Alberdi, aquel "hijo de vizcaíno" que echó las bases de la República
Argentina. Pocos hombres vivieron tan intensamente como él la vida y los
problemas de su tierra, de la que, por una u otra causa, le tocó andar
alejado de por vida. Pero ¡cómo la amó!
Errikoi.- ¡Guarda,
Errimin, que ya asoma en ti el sentimental!
.- No pases cuidado; ya
sé que eso no se estila ahora: hay que ser realistas, ¿no es así como
se dice? Y, sin embargo, yo no seguiré ahora a
realistas ni a sentimentales, y, puesto a buscar modelo, me acercaré al
que pasa por serlo de hombres prudentes, a Ulises el prudente por
antonomasia. Pero ¿qué quieres que haga, Errikoi, cuando a ese hombre
"fértil en recursos", a este dueño y señor de su inteligencia
y de sus nervios, lo veo que, mimado por el amor de una inmortal y bañado
en todas las delicias, no hace sino suspirar por ver de nuevo subir al
cielo el humo de las casas de su Itaca natal, de aquella pobre isla donde
apenas si podían hallar sustento unos rebaños de cabras?
Errikoi.- Tal vez en el
fondo Ulises no era sino como uno de nuestros indianos que quería volver
a su tierra para pasar allí sus últimos años en medio de la admiración
de sus coterráneos, a los que mantendría constantemente boquiabiertos
con la narración de sus maravillosas aventuras.
Errimin.- No ironices,
Errikoi. Es muy fácil caricaturizar a nuestros indianos, pero hemos
abusado de ello y creo llegada la hora de reivindicar su causa. Nuestro
indiano, en general, ha sido un pobre muchacho, campesino sin apenas
instrucción alguna. Vino a América a hacer plata y para ello necesitaba
no distraerse en refinamientos espirituales que le hubiesen apartado de su
fin. Cumplido éste —cuando se cumplía—, el hombre sentía la
necesidad de volver a su aldea natal, a la que daba todo lo que era capaz
de dar: su prole, si aún alcanzaba a tenerla, y su plata, con la que quizá
se abriría una escuela o un hospicio. ¿Qué más podría hacer?
Errikoi.- Pero
nosotros...
Errimin.-... no somos
indianos. No vinimos a América a hacer plata. Y, en rigor, ni vinimos
siquiera: nos hicieron venir. Y he aquí una razón que sola bastaría
para no dejar de pensar ni un solo día en volver cuanto antes. Y nos
hicieron venir por el delito de amar mucho a nuestra tierra. He aquí una
segunda razón para acrecentar nuestras ansias de regreso. Y mientras nos
hacían salir, rellenaban y cada vez con más ensañamiento rellenan los
huecos que dejamos con gente extraña a nuestra estirpe. Y esa es la
tercera y definitiva razón para acelerar, como sea, nuestra vuelta. Nos
están robando la estirpe y hasta el paisaje nos están defraudando,
Errikoi!
Errikoi.- Mira hacia el
Avila. ¡En qué maravillosas tonalidades se diluye la luz de la tarde que
cae! ¿No es esto hermoso?
Errimin.- Sí, muy
hermoso, Errikoi. Creo que todas las tierras son hermosas porque todas son
de Dios. Pero cada hombre no tiene sino una que de
verdad es suya, la única en que de verdad se nutre y sostiene como el árbol
de su raíz. Sí, es muy hermoso este paisaje, aunque yo no lo puedo
sentir como quisiera porque mi espíritu está ausente de aquí. Esta es
la hora, Errikoi, en que suelo cerrar los ojos y me dejo llevar por la
alfombra mágica de mis recuerdos. Ya no estoy aquí. Quizá vengo
caminando de la paz de la Galea y ahora me detengo a la altura de
Aizerrota... Es el momento en que las sombras caen y las luces de la ría
desde Algorta y Santur-ce se van encendiendo en un maravilloso abanico. ¡Espectáculo
mil veces contemplado, pero que mis ojos nunca podrán saciarse de
admirar!
Euzko Gastedi, Caracas,
Julio de 1956.