EL RENACIMIENTO: DON CARLOS,
PRINCIPE DE VIANA (1421-1461)
En el paso de la Edad Media a la Moderna hay una puerta de oro que hoy
debemos franquear: el Renacimiento.
Es éste, en efecto, el glorioso momento en que la civilización
occidental se decide a abandonar el Medioevo, aunque este abandono no
signifique tampoco una ruptura completa con él, sino más bien una
culminación de sus últimas aspiraciones e inquietudes expresadas ya en
el primitivo humanismo, sobre todo a partir de Petrarca.
Aunque el fenómeno del Renacimiento sea, tanto en sus orígenes como en
sus manifestaciones, más complejo de lo que corrientemente se estima,
vamos a dar aquí una visión del mismo simple y clara.
Entendemos por Renacimiento aquel movimiento cultural que con fuertes raíces
en el siglo xiv, surge poderoso en Italia en el xv y xvi y se extiende
desde allí a toda Europa.
Al tratar de dar algunas de sus notas distintivas diremos que en los
nuevos rumbos que toma la actividad del hombre persiste la atmosfera de
religiosidad que caracterizó a la Edad Media, pero los espíritus se
sienten al mismo tiempo fuertemente impulsados por un ideal entrañablemente
humano. Sin abandonar aun la teología, se busca con fervor, en el
cultivo de las ciencias y las artes, nuevas dimensiones del ser humano
en el que se va concretando un nuevo tipo de perfección: el del hombre
completo —l'tíomo uni-versale de León Baptista Alberti— aquel que,
por el desarrollo armónico de todas sus facultades, tiende a afirmar,
cada vez más resueltamente, su absoluta autonomía.
Se busca la afirmación de los valores vitales eternos por medio de una
exaltación de la personalidad con la que se pretende restaurar formas e
ideales de la Antigüedad clásica, mediante una renovación total de la
vida individual, cultural y política.
Como en toda empresa humana, los propósitos,
a veces, chocan con las dificultades que la realidad impone; hay desvío
de los primitivos ideales y otros nuevos aparecen seductores a los ojos
de los hombres. El pensamiento en su ansiosa y continua agitación, varía
quizá mil veces antes de tomar el nombre de acción y surge la
complicación y se impone el desconcierto allí donde se quiso que todo
fuese regido por la pura luz de la razón.
Pero no es a nosotros a quienes
corresponde trazar un cuadro que implique un estudio a fondo del
Renacimiento. Para nuestro propósito, bastará con dar y es lo que
procuraremos hacer, una impresión plástica y viva del mismo a través
de algunas de sus personalidades.
a) Florencia.
No se puede hablar del Renacimiento, especialmente en Italia sin
comenzar por Florencia, aquella
segunda Atenas, madre fecunda en artistas, la que hasta en su mismo
nombre llevaba marcado su destino. Era la destinada a florecer. Y lo
hizo con tal ímpetu, templado por la gracia, que las flores que ofrendó
al mundo siguen formando un ramillete inigualado.
En esta ciudad, ya para el siglo xiv,
asoma una familia que desempeñará papel fundamental en el desarrollo
ciudadano, pues se pone a la cabeza de la industria de la lana que era
la principal fuente de riqueza florentina y ya para el siglo xv su poder
ha crecido enormemente, pues sin abandonar la corriente popular que le
daba su prestigio ciudadano, extiende sus actividades al comercio del
dinero, y su irJIujo financiero la conduce, rápidamente, a la
preponderancia en la cosa pública. Es la familia de los Mediéis a la
que lleva al apogeo Cosme, llamado e! Antiguo (1389-1464) una de las
figuras más interesantes de la historia europea, quien apoyado en el
bando popular, se constituye en un tirano que domina a Florencia, Pisa y
la mayor parte de la Toscana y al que con razón pudo escribir Eneas
Silvio (e! futuro Papa Pío II): "de la realeza no te falta más
que el nombre. Tú eres el arbitro de la paz y de la guerra y de las
leyes".
Si contemplamos el retrato que de él
ha dejado Botticelli, se BOS aparece como un vejete sin distinción ni
belleza, en cuyas facciones apenas si la nariz bien acusada y sobre ella
las arrugas de la frente ofrecen signos de fuerte personalidad. Sabemos
también que carecía de dotes oratorias y que en absoluto tenia vocación
de guerrero. Era, por sobre todo, un gran financiero y al mismo tiempo
un político sutil, un habilísimo demagogo que, con la asistencia de
una opinióa pública que sabía modelar a maravilla, gobernó a
Florencia durante treinta años (1434-1464) como el gran señor del
Estado. Pero lo que aquí nos interesa de Cosme de Mediéis y lo que
hizo su gloria fue otra faceta de su personalidad: aquella que le llevó
a reconocer en el pensamiento platónico la más alta expresión del
alma antigua y le condujo a recoger solícitamente en sus caminos del
destierro a aquellos sabios que huían de la barbarie turca que acababa
de adueñarse de Constanttnopla (1453) y se llamaban Argyropulos, Lascaría,
Besaríon...; la que dignificó sus riquezas no sólo al invertirlas en
dar asilo a. esos hombres ilustres, sino en la búsqueda y adquisición,
por todas partes, de preciosos manuscritos de la antigüedad a cuyo
estudio admitía luego a eruditos y al público en general.
Y aquel hombre de ilimitado poder, se
hace humildemente discípulo de aquellos a quienes ha recogido y
sostiene, y los honra como a maestros en saberes de los que él ansia
participar. Ingresa a sus escuelas, sigue sus lecciones y busca su
conversación, aunque para ello a veces tenga que encerrarse en una
pobre celda. Y para que el platonismo del Renacimiento tuviera sus
jardines de Academo, abre al público de los letrados sus más hermosas
villas, sus jardines floridos. Y esa Academia, con Marsilio Fícino al
frente, ejerce la más grande influencia sobre el pensamiento de la época,
e Italia queda deudora a Cosme de Mé-dicis del renacimiento de los
estudios griegos y Florencia del aliento material y moral que hará la
prosperidad de su Universidad.
Tenía Cosme también pasión por las obras públicas. "Conozco a
mis conciudadanos —escribió— dentro de cincuenta años no conservarán
de mí otro recuerdo que el de algunos edificios que yo haya hecho
construir". Y se dio a enriquecer Florencia con soberbios
monumentos. El claustro de San Lorenzo, los conventos de San Marcos y
Santa Verdiana, la Vía Larga.
Para ello hizo trabajar a los más grandes arquitectos que se llamaban
Michelozzo, Brunelleschi...; a escultores como Della Robbia y Ghiberti
el que fundió las puertas del baptisterio de Nuestra Señora de la
Flor, de las que decía Miguel Ángel que eran dignas de servir de
entrada al Paraíso. Los pintores se llamaban Fía Angélico, Botticelli,
Ghirlandajo, Fi-lippo Lippi...
Este tirano que colgaba por los pies a
cuanto patricio osaba atentar contra su autoridad, sabía adular al
pueblo regalándolo con magníficas fiestas, y reconocía la
superioridad de sabios y artistas a quienes trataba con delicadeza y al
mismo tiempo con familiaridad. Y si Italia le debe el renacimiento de
los estudios griegos y esto es algo que nos es grato señalar, más
particularmente grato nos es hacer notar que no le debe menos el habla
de su pueblo, la lengua toscana trabajada ya por Dante para que llegara
a constituirse en idioma nacional.
En la dinastía de los Mediéis no
hemos de dejar sin citación a uno de los nietos de Cosme; a Lorenzo
conocido por el Magnífico quien representa el tipo más brillante de
los grandes tiranos del ^Renacimiento de quien pudo decirse que estaba
adornado, según Ficino, de las tres gracias que celebraba Orfeo:
"Vigor de cuerpo, claridad de espíritu, alegría en la
voluntad". Amante de las fiestas y espectáculos maravillosos, era
al mismo tiempo que protector de las artes, un verdadero artista dotado
de elocuencia decisiva, poeta y escritor en todos los géneros;
cultivaba la filosofía platónica como su abuelo y como éste era cruel
con sus enemigos a quienes también castigaba colgándolos por los pies.
Hombre de contrastes, como lo fueron tantos del Renacimiento,
frecuentaba las tabernas y amaba particularmente las violetas.
Si Florencia fue el espíritu
inspirador del Renacimiento, a través del impulso de los dos grandes
animadores que hemos visto, Cosme y Lorenzo de Mé-dícis, pronto llega
el día en que otra gran ciudad ha de sustituirla en esa gloriosa tarea.
Es la Roma eterna que, sede de la teología, asume también el papel de
rectora de la nueva ciencia que en cierto modo toma su impulso en
oposición a ella. Es la que en vez de dirigirse a Dios, centra sus
afanes en el estudio del hombre, en el cultivo del saber cuyo objeto es
la felicidad y la perfección humana. Para esto era preciso, en primer
lugar, recoger la herencia dispersa dejada por la Antigüedad,
comenzando por la de los antepasados más cercanos que habían florecido
en gloriosas civilizaciones: los romanos y los griegos, maestros de
ellos.
Desde luego que la Edad Media no había
ignorado o desdeñado el pensamiento antiguo, como a veces se ha
intentado hacer creer. No hace falta sino saludar a varios de los más
grandes Padres de la iglesia para ver hasta qué punto estaban nutridos
de ¡as letras griegas. Conocida es la carta de San Basilio "A la
juventud sobre la manera de sacar provecho de las letras helénicas".
Los nombres de San Jerónimo, San Juan Crisóstomo, San Gregorio el
Grande... bastan para recordarnos el gran aprecio que del saber antiguo
se hizo aun en los tiempos que se juzgan más oscuros de la Edad Media.
Sabemos que el Fedon de Platón fue traducido al latín en el siglo xra
y constan un centenar de nombres de autores latinos que en el Medioevo
fueron apreciados, como puede verse en el continuo uso que de su
autoridad se hace en los escritos de la época en que se quiso
beatificar a Virgilio en aquellos monasterios a los que correspondió
ser el asilo de la cultura de la Antigüedad —cuya conservación tanto
deberá siempre a Papas como Nicolás V, el creador de la biblioteca
vaticana, Julio II, Pío II, León X...
Pero, en rigor, cuando de la cultura humanística penetrada del espíritu
antiguo se hable, no puede dejarse sin citar a aquel glorioso precursor
del Renacimiento que se llamó Petrarca. Aquel hombre que en la torre de
marfil de su biblioteca, formada a costa de tantos gastos, se recogía
para gozar a solas de la conversación de Virgilio y Cicerón. Es verdad
que su Hornero era mudo o para mejor decir él era sordo a su voz,
puesto que no sabía griego. Pero lo reverenciaba y besaba el ejemplar
como si fuera una santa reliquia. Si por las gracias de su latín,
aprendido con los príncipes de la poesía y la oratoria romana, se alzó
con el cetro que dos siglos más tarde había de empuñar Erasmo, por su
fervor casi religioso por los grandes autores antiguos parece haber
hecho escuela en hombres como Marsilio Ficino quien, emulando el
entusiasmo homerista del cantor de Laura, rendía culto a Platón cuyas
enseñanzas se esforzaba en conciliar con la doctrina de Cristo o como
el cardenal Bembo, elegante latinista quien aconsejaba a un amigo que no
leyera las epístolas de San Pablo porque su latín era mediocre y al
practicar su lectura corría el riesgo de echar a perder su estilo. Estábamos
ya muy cerca del "San Sócrates" de Erasino.
Era la época del descubrimiento de antiguas estatuas como el famoso
Apolo de Belvedere que el año 1480 aparece en un dominio del cardenal
della Rovere. Poco después (1506) eil una viña romana de Santa María
Mayor es descubierto el grupo de Laoconte que había sido citado por
Plinio y sobre el cual versaría siglos más tarde el famoso tratado de
Lessing, y en los años próximos se pudieron añadir a estos tesoros
otros como la Venus de Mediéis, al Torso del Hércules Farnesio...
Si para el descubrimiento de estos tesoros antiguos se habían
movilizado, ya desde principios del siglo xv, artistas de la talla del
escultor Donatello y el arquitecto Brunelleschi, no menos fue el ardor
desplegado en la búsqueda de obras perdidas de antiguos escritores en
cuya labor el nombre de Gian Francesco Bracciolini, llamado el Pogge,
ocupa lugar destacado con su descubrimiento en el monasterio de San Gall
de las "Instituciones oratorias" de Quintiliano y de algunos
discursos de Cicerón hasta entonces ignorados, a esto seguirá el
descubrimiento del "De rerum natura" de Lucrecio, las
"Odas" de Horacio, el "De re rustica" de Columela.
Para la debida conservación de estas
obras contó esta época con un hombre excepcional en la persona de Aldo
Manucio, el célebre impresor a quien su patria ofrecía favorabilísimo
asiento por las frecuentes relaciones comerciales con el Oriente y que
era un gran erudito a quien se deben un diccionario y una gramática
griega y, sobre todo, la impresión por vez primera de obras de Aristóteles,
Tucídides y Eurípides y la edición de libros en octavo, es decir, en
forma que los hacían cómodos y manuales como hasta entonces no lo habían
sido. Otro ejemplo clásico de gran señor del Renacimiento es el que
nos ofrece Alfonso V de Aragón (1416-1458) quien desde que muy joven
(1435) se posesiona del reino de Ñapóles, se muestra un rey brillante,
confiado en su pueblo, afable en el trato, pero, por sobre todo eso,
dedicado a convertir su corte en un asilo de humanistas.
Generoso como era, se complacía en la
dádiva y no conocía medida si se trataba de trabajos literarios. As!
dio a Poggio quinientas monedas de oro por la traducción latina de la
"Ciropedia" de Jenofonte, y era entre los príncipes seculares
el que manifestaba más entusiasmo por la antigüedad, entusiasmo
ingenuo, al que se rindió, desde su llegada a Italia, enamorado del
mundo antiguo en sus monumentos y literaturas.
Tuvo a su servicio a Jorge de
Trebisonda, y Chry-solaras el Joven, a Lorenzo Valla y a otros
humanistas de parecida valía. Así Antonio Paño que comentaba
diariamente ante él y ante la corte un texto de Tito Livio, aun hallándose
en campaña.
Su lugar preferido era la biblioteca
del palacio de Ñapóles donde, sentado junto a una ventana que daba al
mar, escuchaba a los sabios cuando discutían v. g. sobre la Santísima
Trinidad; pues era muy religioso y se hacía leer la Biblia que se sabía
casi de memoria, aunque, hombre del Renacimiento al fin, no era menos
devoto de escuchar la lectura de Séneca o la de Tito Livio de quien
guardaba un supuesto hueso que veneraba como una reliquia y no menos la
de Quinto Curcio que suponía le curaba de una fiebre que le tenía
postrado en cama.
Este entusiasmo por ¡o antiguo fue,
sin duda, lo que le inspiró aquella frase suya de que lo que más le
agradaba era tener "Viejos troncos para arder, viejos vinos para
beber, viejos libros para leer y viejos amigos para hacerle compañía".
La chispa renacentista que, en rápidas
ojeadas hemos ido viendo propagar su fuego sagrado por ciudades y cortes
de Italia, no tarda en extenderse a otros pueblos de Europa. Veamos una
muestra de cómo lució en nuestra tierra en la corte del reino vascón,
sede de los reyes de Navarra.
Don Carlos III el Noble (1361-1425),
rey de Navarra.
"El reinado de D. Carlos el Noble —dice el maestro Campión—
puede compararse a la desembocadura de un río: en él desemboca el
curso de la realeza nabarra. Desde los silvosos riscos, vestida de
pieles y calzada de abarkas, bajó a la florida llanura; ahora
embellecida por las artes, adornada por el lujo, procura ajustar su vida
a los cánones de la cultura intelectual, moral y social y del espíritu
caballeresco".
Para que esto se diera, para que este
vastago de Lis casas de Francia y de Evreux, pudiera dar a Navarra 38 años
de reinado feliz, conservando el difícil equilibrio con los estados
vecinos y la concordia en el interior del reino, eran bien necesarias
las condiciones que adornaban al Noble entre las que brillaba, por sobre
todas, un sincero deseo de paz, y una rara habilidad para, sin menoscabo
alguno de los derechos y dignidad de nadie, saber conseguirla.
En efecto, este Rey que, según el
cronista, tomaba consejo de algunos y de ninguno se dejaba gobernar,
consigue mediante hábiles negociaciones vivir en paz y amistosa relación
con sus vecinos del Sur, rescatando las fortalezas entregadas al Rey de
Castilla, como garantía de la paz que concertó con aquel monarca
Carlos el Malo. Y volviéndose hacia el Norte, consigue también un
arreglo amistoso de sus diferencias, recibiendo una compensación en
dinero por sus señoríos patrimoniales integrados por los ducados de
Champagne, Brie y Evreux que, en tiempos de su padre, habían sido
usurpados a los reyes de Navarra. Esto lo consiguió, después del
fracaso de varias embajadas enviadas a la corte de Francia, por su gestión
personal a través de tres viajes realizados de 1397 a 1403 y aun otro más
hubo de realizar que duró de 1408 a 1410 para actuar, con el carácter
para el que Dios le había especialmente bendecido, como mediador en las
irreconciliables querellas que separaban a las casas de Orleans y de
Borgoña. Lo mismo hubo de hacer al oficiar de apaciguador de las
discordias entre Aragón y Castilla llevado siempre de su deseo de paz
entre sus vecinos con lo que no dejaría de perseguir la seguridad de su
propio reino.
Con sus esfuerzos para mantener la
tranquilidad externa corrieron parejos sus afanes para resolver el
problema no menos espinoso de la concordia ciudadana. Siempre honrarán
su reinado las medidas de buen gobierno con que puso fin a las seculares
disputas entre los bandos de los Ponces y los Learzas que mantenían en
constantes disturbios a Estella. Y no menos las que terminaron con las
diferencias entre hidalgos de una parte y ruanos y francos de la otra,
constante fuente de amenazas para la tranquilidad pública en Tafalla.
Finalmente, citaremos el llamado Privilegio de la Unión, obra maestra
de los afanes conciliadores de Carlos III, con el que se dio fin a las
luchas de vecindad que ensangrentaban periódicamente las calles de la
vieja Iruña y se terminó con la anarquía de jurisdicciones que allí
imperaba, fundiéndolas en una, designando un solo alcalde y diez
regidores comunes para el gobierno de la ciudad, declarando comunes sus
términos y rentas y ordenando el derribo de las murallas interiores.
Se le debe también un Amejoramiento de los Fueros, por el que se suprimía
la pecha por los homicidios casuales (1418) y mandó tachar de los
libros de Comptos esa palabra de "pecha", sustituyéndola por
la de "censo perpetuo" y fue pródigo en conceder hidalguías
y armas caballeros en las suntuosas cámaras de Olite. Al engrandecer a
los bastardos y bastardos de éstos por cuyas venas corría sangre real,
no previo, como advierte Campión, los peligros que estaba creando para
el futuro de su reino.
Era muy natural que —Don Carlos
quien, a pesar de haber sabido permanecer fiel a las tradiciones democráticas
de la monarquía navarra era, por otra parte, aficionado a dar boato a
la corte, en aquel ambiente de paz exterior e interna se sintiese
animado de aquel espíritu característico de los príncipes y magnates
de su tiempo renacentista que impulsaba a la realización de obras
suntuarias. Y así vemos que se debe a él la reedificación de la
catedral de Pamplona, que se había derrumbado precisamente el año de
su coronación (1890), acomodándose en lo posible, la traza de lo nuevo
a la de lo antiguo. En el mismo año (1397) en que comenzó la
reedificación de la catedral dio principio a la construcción del
palacio de Tafalla y hacia el 1406 comenzó la edificación del de Olite,
a ocho kilómetros del anterior y cuyas dos obras pensó unir haciendo
gala de su magnificencia.
Con las grandes construcciones van floreciendo las artes que las acompañan
y las sirven. "Del tiempo de Carlos III —nos dice Campión— son
los pintores Pedro de Tudela, Juan de Pamplona, Juan de La-guardia y
Guillermo de Estella que trabajaron para el palacio de Olite por los años
1402; Miguel de Le-yún, decorador que el año 1406 pintó •pomeras de
madera, con las armas reales, para la tienda y cambra cuadrada del Rey.
Sancho Daoiz, abad de Urroz, adornó con miniaturas siete libros del Bey;
Pedro García de Eguirior iluminó un libro de horas del rey quien tenía
a su servicio varios arquitectos...". Había esplendor en la corte
y su lujo trascendió al estado llano hasta el punto de que el rey hubo
de poner trabas al prurito de excesivo adorno de las damas —las
estellesas— y el pequeño reino vascón, gozándose en su paz y
diversiones parecía destinado a convertirse en otro de los centros de
los que irradiaban los esplendores del Renacimiento.
Don Carlos, Príncipe de Viana.
Un día de la primavera de 1431 nació el príncipe don Carlos. Eran sus
padres doña Blanca, heredera del trono de Navarra y viuda sin
descendencia de don Martín de Sicilia, y don Juan, el infante de Aragón,
destinado a traer la discordia más sangrienta a aquel reino que Carlos
el Noble había sabido enriquecer con el bien inestimable de la paz.
Nació don Carlos, como con mal
presagio, lejos de su patria, en Peñafiel, en el corazón de la meseta
castellana, azotada en aquel momento por la pugna de dos bandos cuyas
cabezas eran los infantes don Juan y don Enrique, respectivamente. Dos años
después, en 1488, su abuelo el Noble, "como el linaje humano sea
inclinado y apetezca que los hombres deban desear pensar en el
ensalzamiento del estado y honor de los hijos y descendientes de
ellos", según se decía en carta real otorgada en Tudela, instituyó
el Principado de Viana para su. nieto.
Ya para entonces (11 junio 1423) las
cortes naba-rras .reunidas en Olite, habían prestado juramento de
guardar la persona, honor y estado del príncipe, como futuro rey de
Navarra. Y el año de 1424 tomó el niño posesión simbólica del recién
erigido principado.
Al año siguiente (1425) muere su
abuelo y con ello se marca el atropello de sus derechos ante la usurpación
por su padre de la corona. Don Juan se alza como rey de hecho. Surge el
antagonismo entre padre e hijo, origen de sangrientas luchas en Navarra
que habrían de cambiar su destino y el de don Carlos.
Adolescencia y juventud.
Si Carlos el Noble no pudo ver
concluida la formación del Príncipe, sin duda que dejó en la reina doña
Blanca una educadora bajo cuya tutela el príncipe se fue modelando, física
y espiritualmente, tal cual hubiera complacido a su abuelo quien, por
otra parte, con su labor pacificadora a la que se debió el estado
floreciente de] reino, había puesto la base necesaria para la enseñanza
práctica del príncipe.
Sabemos a éste con gran afición a los
anímales con los que llegó a reunir en el castillo de Olite lo que hoy
podríanlos llamar un parque zoológico. Había allí jirafas y ciervos,
jabalíes y camellos, osos y leones. Era una colección repartida
debidamente y en cuya visita afinaba el joven príncipe su natural
sensible y curioso de aprender.
A los quince años contaba con una
guardia particular de arqueros y ballesteros que, con su servidumbre,
integraban una pequeña corte en la que no faltaban los halagos de los
poetas adulones. Al llegar a la mocedad se ejercita en la equitación y
corre justas con lanzas ligeras. Amaba, por inclinación natural, el
lujo y era limosnero y liberal. Su educación religiosa fue, sin duda,
muy esmerada. Así lo fue también la intelectual hacia la cual se sentía
naturalmente dispuesto. En cambio, la política, ya fuese descuido de
sus preceptores, ya falta de interés hacia ella por el mozo, parece que
no alcanzó los puntos que hubieran sido de desear y de cuya falta tanto
se habría de resentir en los duros días venideros.
"Bajo la tutela de doña Blanca —escribe el acucioso biógrafo
Manuel Iribarren— la vida del príncipe adolescente debió de
transcurrir aburrida y monótona. Consumieron el ocio de sus días
felices, espaciadas peregrinaciones, prudentes cacerías y tal cual
paseo o diversión. Gustaba don Carlos recrearse en las verdes alamedas
que decoran las apacibles márgenes del Arga, y Bogar por su mansa
corriente a la luz melancólica del atardecer en su barquilla particular
construida para su recreo".
En éstos y otros recreos y no exento,
sin duda, de preocupaciones que los años y los sucesos que, sobre todo
en el convulsionado vecino reino de Castilla amenazaban con romper la
feliz tranquilidad de Navarra, vio el Principe venir el tiempo de sus
bodas que el año de 1489 celebró con Inés de Cleves, sobrina del
duque de Borgofia, Felipe el Bueno, la que viajó a Navarra acompañada
de lucido séquito. Después de desembarcar en Bilbao, la comitiva siguió
viaje por tierra y los novios se vieron por primer» vez en el palacio
real de Estella. La boda se celebró en el de Olite el 30 de septiembre
de 1439.
La feliz pareja tenía su residencia en
este palacio construido por Carlos el Noble con dineros de los que trajo
de Francia como compensación a la renuncia de sus estado en aquel
reino. Comenzado a edificarse hacia 1406, su vida como centro de la
corte navarra languideció en 1448, Una existencia demasiado breve y
que, como observa el citado escritor Iribarren, vino a ser casi paralela
a la del príncipe de Viana.
Alli podemos ver a éste, quien ora discurre contemplando el huerto de
los Baños donde las plantas exóticas reinan con su chillona policromía;
ora su mirada se posa complacida en las diversas torrea —quince—•
diferente por su perfil y pomposos nombres —la de la Joyosa Guarda, la
de los Cuatro Vientos, la de las Tres Coronas, la de los Lebreles, la
del Sobre el Corredor del Sol, etc., etc.; ora por el verdadero parque
zoológico que allí se logró formar, con sus graciosos ciervos y
deformes camellos, pintadas jirafas y fieros jabalíes, osos, leones...;
ora por el jardín de los toronjiles poblados por el triunfo de los
pavos reales. El viajero alemán Von Harff que pasó por Navarra el
siglo xv, nos dará detalles de la apacible vida que se hacía allí:
"Llegué a una buena ciudad llamada Olite en la cual estaba el Príncipe
que por entonces era Rey de Navarra, puesto que le Reino entero le
obedecía más que a su mismo padre el cual andaba siempre enemistado
con su pueblo. Llevóme un heraldo ante dicho Príncipe o Rey, el cual
era muy joven; tratóme amistosamente; hizo lo que yo le pedí y mandó
que me condujesen al aposento de su mujer que era de la casa de Cleves.
El heraldo me hizo ver el palacio;
seguro estoy que no hay rey que tenga palacio ni castillo más hermoso,
de tantas habitaciones doradas, etc. Vilo yo entonces bien; no se podría
decir ni aún se podría siquiera imaginar cuan magnífico y suntuoso es
dicho palacio". Y sigue describiendo su visita a la Reina que
estaba en el terrado del castillo, "solazándose y tomando el
fresco debajo de un gran dosel", la danza que se dio a. la noche,
etc.
Los aposentos eran muy numerosos y
decorados según el gusto francés; los muros revestidos hasta cierta
altura de madera ensamblada y esculpida; el resto de la pared de
tapices, los techos artesooados. Del de la cámara de la Reina pendían
¡numerables cadenillas, rematadas en su extremo inferior por discos de
cobre de unos cuatro centímetros'de diámetros que el viento al
moverlos los hacía sonar. El pavimento de buen ladrillo; delante de las
chimeneas bancos de madera esculpida, al estilo de los que se ven en la
montaña de Navarra. Conocemos, gracias a las investigaciones de D. Juan
Iturralde, los nombres especiales de 59 aposentos y comedores y sabemos
que había muchos más.
Pero negros nubarrones se van
condensando sobre el palacio de Olite en que vive el príncipe. Primero
es la muerte inesperada de su madre (1441) que a la sazón residía en
Castilla. Y con el dolor de la pérdida de la que había moldeado su
corazón, aquella inquietud que viene pronto a atosigarle cuando las
sospechas de que su padre piensa en volver a casarse engendran en su
imaginación negros presentimientos. Por su mente pasa la sombra de una
madrastra, aquella a la que los rumores señalan ya como nueva esposa de
su padre, doña Juana Enriquez, la hija del almirante de Castilla cuyas
ambiciones e intrigas tanto podrán obrar sobre el carácter violento de
su padre.
Quisiera rasgar las nieblas de su
futuro. Y cediendo a las supersticiones de su tiempo, recurre a aquél
su basilisco disecado a cuyo polvo los alquimistas atribuyen mágicas
virtudes, pero sin fruto alguno. Igualmente vano le resulta el palpar el
cuerno del unicornio y el observar los movimientos de las hojas de sus
mandragoras.
Luego, arrepentido de ceder a tales
debilidades, irá a postrarse a la capilla del palacio o se entregará
con ahínco al estudio, a la conversación con los viejos libros de los
sabios que fueron, pero legaron tantas nobles ideas y tantos útiles
conocimientos a quienes quisiesen y supiesen nutrir con ellos sus
mentes.
En la lectura y el estudio logra sus mejores horas el príncipe. Leer
libros y escribirlos es su mayor recreo, su más dulce trabajo y su
mejor distracción. Pero al cabo de pocos años (1448) el destino le
depara otro duro golpe: la Princesa de Viana muere. Y don Carlos se
encuentra enfrentado, cuando más necesitaba del cariño y el consejo de
un corazón leal, de un lado a su viudez y del otro a la ambición de su
padre que atizaba por la fatal hembra castellana, "la hija del
almirante", como él llamaba a su madrastra, había de traer a
Navarra aquellos 40 años de guerra civil cínicamente pronosticadas por
D. Alvaro de Luna y que aun resultaron cortos y con ellos la ruina de la
independencia del reino que se gestaba ya en el vientre de la hembra de
Castilla, madre del futuro Fernando, el mal llamado Católico.
Llegan los días en que Navarra se
desgarra en las insensatas luchas fratricidas entre los beamonteses,
partidarios del príncipe y los agramonteses, sostenedores del rey. La
guerra civil que abre siempre ancho cauce por donde todos los odios y
malas pasiones de grandes y pequeños corren, ofreció a ambos bandos la
ocasión de superarse en episodios de horror. Padre e hijo frente a
frente, hermanos contra hermanos en lucha mortal... La suerte de las
armas se mostró adversa al Príncipe. Fue la derrota de Aibar y la
prisión de D. Carlos. La reanudación de la lucha terminó con otra
derrota, en Estella, del Príncipe quien fugitivo hubo de tomar el
camino del destierro.
París - Roma - Ñapóles.
Su primera estación en la ruta del exilio —del que no debía volver más—
fue París donde visitó al rey Carlos VII, su pariente, ante quien hubo
de disipar ciertos malentendidos que sobre su persona y procederes se
habían propalado en la corte de Francia de cuyo rey consiguió que
impusiera al conde de Foix el cese de su intervención en las luchas de
Navarra. Fue un triunfo diplomático conseguido por el Príncipe tanto
por sus dotes de persuasión como por la fuerza de la verdad que hablaba
por su boca.
De París, y después de un recorrido
por diversas ciudades italianas, pasó a Roma donde en entrevista con el
Papa Calixto II —el primer Borgia— puso al arbitrio del Pontífice
el arreglo de sus diferencias con su padre sometiéndose por completo a
su decisión. Pero el Papa se desentendió del caso y el Príncipe pudo
conocer a su costa, como antes y después lo habrían de experimentar
otros, que la causa del vencido rara vez resulta simpática a los
poderosos, acostumbrados siempre a jugar a la carta del triunfador.
De Roma se fue a Ñapóles donde su tío
el rey Alfonso V lo recibe cordiabnente y pronto es gratamente
impresionado por las dotes intelectuales y los gustos de su sobrino que
tan bien iban con los suyos como distaban de los de su hermano de quien
llegó a decir: "Mi hermano el rey de Navarra y yo nacimos de un
vientre e non somos de una mente".
Por su parte, el Príncipe, hubo de
sentirse como el pez en el agua en el ambiente de aquella corte. Y no
poco contribuirían a ello las cortesías de poetas y aduladores
cortesanos que lo acogieron por doquier. En carta a sus leales de
Pamplona refiere D. Carlos las singulares muestras de amor que recibe de
su tío quien, dice, le trata como a un hijo; le ha pagado las deudas de
su viaje, le regala joyas y corceles y le ha puesto mil ducados de
consignación anual para sus gastos ordinarios.
Y es allí donde aquel príncipe de los tristes destinos puede vivir
algunos de sus mejores días, en aquella corte del Renacimiento hecha
como de molde para él. Es allí donde puede dedicarse a traducir a
Aristóteles y compartir con los intelectuales que dan brillo a aquella
corte, el juego de las ideas que iluminan la presencia de poetas y
artistas. Es allí donde siente como nunca el ímpetu creador del
Renacimiento y trata de incorporarse a las nuevas comentes para las que
tan bien dotado y educado estaba su espíritu que sentía crecer sus
fuerzas en aquella atmósfera de luz y paz y en la que el amor de su tío
prometía justicia y reparación para su causa.
Pero una vez más el destino se ceba en su desgracia. La inesperada
muerte de Alfonso V deja postrado al Príncipe que veía que, con el
fallecimiento de su tío, se malograban una vez más y quizá para
siempre sus renovadas esperanzas.
En el testamento del rey Alfonso, éste
que había tenido oportunidad de conocer a su sobrino, le declaraba
heredero y sucesor, después de los días de su padre el rey don Juan,
en los reinos de Aragón, Valencia, Mallorca, Cerdeña, Sicilia y en el
principado de Cataluña. El de Ñapóles lo reservaba para su hijo
natural don Fernando cosa que disgustó a la mayoría de la nobleza del
país que decidió proclamar rey al príncipe de Viana. Éste,
rechazando noblemente la halagadora oferta y previendo que su presencia
en Ñapóles podía engendrar peligros para la tranquilidad de aquel
reino, se trasladó a Sicilia.
Pero su estada allí no habría de ser
muy larga. Es de un año en el que se mantiene al margen de las
actividades políticas. Como en Ñapóles, los sicilianos le ofrecieron
la corona que rechaza, como por segunda vez rechaza la de Ñapóles que
le vuelven a ofrecer. En el entretanto le habían proclamado rey sus
parciales en Pamplona, pero la actitud del Príncipe era de renunciar a
toda ambición.
Pero todo este desinterés no bastaban
a colmar los recelos de su padre que consigue persuadirle a que cambie
Sicilia por Mallorca donde llegó el SO de agosto de 1459, El 6 de enero
de 1460, el rey de Aragón proclamó la tregua ajustada con el Príncipe
y el 13 de enero le otorgó su perdón. El 20 de marzo desembarcó Don
Carlos en Barcelona. Pero de nuevo vuelve a sus tortuosos caminos el rey
su padre quien llamó al Príncipe a Lérida y allí, ante su presencia,
le hizo desarmar y prender. (2 diciembre 1460).
La causa de D. Carlos parecía perdida.
"Entonces —y cedemos la palabra al maestro Campión— la tomó
bajo su amparo, en un nobilísimo arranque suyo, Cataluña, haciendo de
la prisión de aquél un caso de derecho constitucional, que propuso,
defendió y resolvió hábilmente, con tesón, constancia y recto
sentido admirables, sin que la hiciesen desfallecer, ni la flaca política
inhibitoria de Aragón y Valencia, ni la escasa firmeza del Príncipe
mismo engatusado al fin por su madrastra. Después de un período de
negociaciones con el Rey, Cataluña se decidió a empuñar las anuas. El
8 de febrero de 1461 resonó en las calles de Barcelona la terrible voz
del apellido: "Via fora! Somatent!" El gobernador Requesens
huyó de la ciudad; Don Juan que estaba en Lérida, escapó de noche por
una puerta falsa de la muralla, y él mismo se llevó consigo a su hijo
al castillo de Morella, donde le dejó porque allí no habían de llegar
los terribles catalanes. La generalidad de Cataluña reúne tropas,
prosigue las negociaciones y mantiene, sin perder su sangre fría, la índole
legal del movimiento. El Í5 de febrero el ejército catalán ocupa a
Fraga, a título de prenda o embargo. Aragón y Valencia se mueven en
pro del Príncipe. Castilla no oculta su disgusto. El Papa había ya
expedido el 23 de enero la Bula "Recipiet fraternitas tua",
ordenando a los prelados catalanes que pidiesen la libertad del
prisionero... D. Carlos entró en Barcelona el 18 de marzo; le
recibieron con muchas fiestas y agasajos..."
Pero la fortuna, una vez más, fue para
con él poco duradera y al de cinco meses, exactamente el 23 de
septiembre de 1461, moría el Príncipe en Barcelona, poniendo fin para
siempre a su carrera de grandes esperanzas y fracasos.
El hombre.
Para una semblanza del Principe una vez más acudiremos al maestro Campión
quien escribe: "El Príncipe murió en olor de santidad; en la
capilla ardiente, en los funerales y en el sepulcro de Poblet ocurrieron
hechos reputados por milagrosos. Recibió cierto linaje de culto público,
pero la Iglesia no le ha canonizado; en ésto como en las empresas de su
vida, se quedó a medio camino. Si la Corona de Nabarra hubiese pasado
directamente a sus sienes, desde las de su abuelo, habría brillado en
la Historia con luz deslumbradora: sensual, pacifico, meditativo,
aficionado al lujo de las telas, de las joyas y de los muebles,
historiador, filósofo, ea el Palacio de Olíte rodeado de músiios, de
poetas y de sabios, de gentiles damas y de corteses caballeros, hubiese
mantenido las tradiciones del buen Carlos el Noble. El destino le fue
tac adverso, que le enredó en las mallas de tal drama que sobrasen los
dones por él poseídos y fuesen necesarios los que le faltaban. Por
flaqueza de la voluntad tuvo aire de pérfido y de tornadizo a las
veces. De su irresolución le toca buena parte de culpa al testamento de
doña Blanca la reina, mas por inclinación natural pertenecía al
linaje de los hombres que quieren y no quieren las cosas; ni renunció a
reinar, ni renunció paladinamente a la Corona: comenzó a deshora la
guerra, cuando ya los bandos habían tomado cuerpo y anhelaban por venir
a las manos. Si al punto de morir la reina doña Blanca hubiese reunido
las Cortes y alegado antes ellas el derecho que le asistía, Nabarra
entera le habría seguido, repitiéndose los días de D. luis el Hutin y
de doña Juana II". Podríamos añadir a este retrato las palabras
con las que Mariana concretó el sentido de la vida de Don Carlos:
"Príncipe más señalado por sus continuas desgracias que por otra
cosa alguna. No alcanzó tanta ventura cuanta era su condición y otras
buenas partes merecían".
El humanísta.
Un contemporáneo suyo, capellán que fue de su tío Alfonso V de Aragón
nos ha dejado esta descripción del Príncipe: "Muy sabio, muy
sutil, muy agudo y muy claro de entendimiento, gran trovador y buen
cantador... con mucha ciencia; todo el tiempo de su vida amó el
estudio". Ese estudio, añadiremos que sin duda fue su consuelo en
tantos trances como lo fue el retiro que le proporcionó paz y ocasión
para el cultivo de su espíritu.
Sabemos que D. Carlos estaba en posesión de una vasta cultura lo que le
pone a la par de loa príncipes más ilustrados de su tiempo, como aquel
grao señor del Renacimiento que fue su tío Alfonso V y otros. Su
biblioteca constaba de un centenar en volúmenes en vitela,
cuidadosamente encuadernados.
Casi todos eran de teología, historia,
derecho y literatura. El mayor número de ellos estaba escrito en latín;
sólo se cita uno en lengua castellana. £1 bachiller Alfonso de la
Torre escribió su "Visión Delectable de la Filosofía y Artes
Liberales" para instrucción del Príncipe quien no perdía ocasión
de acrecentar sus conocimientos en el comercio con los poetas y
escritores más famosos de sus estados y otros como Pontana, Ausías
March, Guibert, Boseá, Antón de Mora, Rocafort, Pere Torroella,
Corella, Amescua y Valtierra... El conversar con eruditos y sabios era
su mayor deleite, y fue, sin duda, en las cortes de Ñapóles y Sicilia
donde tuvo mayores oportunidades de dar pábulo a sus talentos.
Sabemos, que, además del latín,
dominaba el italiano, el francés y el catalán. Como traductor, nos dejó
la versión de las "Éticas" de Aristóteles comentadas y la
"Condición de la Nobleza" de Angelo de Milán. Como autor
original, escribió la "Crónica de los Reyes de Navarra" que
es la más importante de sus obras, aunque hoy en día han surgido
algunas dudas sobre su autenticidad, "Milagros de San Miguel de
Celso" (Excelsio); "Cartas e requestas poéticas". Pensó
publicar las "Morales" de Aristóteles, retocadas y
concordadas con el pensamiento católico, pero juzgándose incapaz de
llevar a cabo por sí solo esta obra, escribió la "Epístola a los
valientes letrados de España" invitándoles a poner manos a la
obra; poesías en castellano y en catalán, etc.
Pero, como bien dice Iribarren:
"Donde mejor y más espontáneamente se descubre la personalidad
literaria de Don Carlos —poeta, pensador y moralista— es en sus
cartas, que acusan muy diferente estilo, como redactadas por distintos
secretarios, si bien las preside un pensamiento rector. Al igual que su
abuelo, y su bisabuela, firmábalos en francés «Charles» nombre que
llegó a constituir en la dinastía una verdadera institución". Y
a través de ellas puede también verse cómo aquel noble y erudito espíritu
de Príncipe del Renacimiento entretenía con juegos de ingenio y a
veces con discusiones sobre asuntos que sólo en su imaginación existían,
la amargura que los asuntos de palpitante actualidad fueron acumulando
sobre su persona a través de su desdichado vivir.
Epílogo.
Al detenernos ahora a resumir nuestras ideas sobre lo que rápidamente
hemos expuesto, sentimos que nos domina, sobre todos los demás, un
sentimiento de frustración.
Frustración de un Príncipe que ungido con tantas altas condiciones
intelectuales y morales y precedido de un período de casi cuarenta años
de paz, es decir, en condiciones ideales para haber dado a la monarquía
vasco na un brillante cabeza de estado, no pudo llegar a reinar.
Frustración, en aquella época que era la del alborear de los estados
nacionales del que ejemplarmente pudo haberlo sido, por la malhadada
accesión a la realeza de hecho de aquel intruso que fue un
representante a ultranza de las monarquías patrimoniales, como seguían
siéndolo las de su patria.
Frustración de aquel brillante hombre del Renacimiento quien sabio,
entre otras cosas, en varias lenguas, ningún aprecio, que sepamos, hizo
de la natural de su reino, si es que la llegó a conocer.
¡Cuan distinto hubiese sido el destino suyo y el de su tierra, nuestra
tierra, si en posesión del trono que se dejó usurpar, aquel hombre
todo bondad y gentileza, todo ingenio y sabiduría, se hubiera volcado,
con el corazón en brasas, hacia los valores eternos de su pueblo!
Montevideo, Facultad de Humanidades,