JOSÉ ANTONIO DE AGUIRRE LECUBE
Se cumple hoy un año desde que se rompió aquel generoso corazón que
supo latir como pocos por la causa de la Patria vasca.
La figura del Lendakari Aguirre, como
la de todos los grandes hombres, necesita de la perspectiva del tiempo.
Estamos aún muy cerca de él para valorarlo con justeza. Pero esto no
impide que nuestra visión sea o pueda ser exacta, en sus grandes
líneas, porque no es su figura de aquellas en que las contradicciones o
las caídas nublan las grandes cualidades. Si hay algo que caracteriza
el perfil de José Antonio ello es la claridad. Claridad que alcanza la
diafanidad en su expresión hablada; claridad aún más diáfana en su
conducta. Claridad en pensamiento y palabra y consecuencia absoluta con
pensamiento y palabra en el obrar. Conducta rectilínea que nunca supo
de desviaciones aunque éstas a veces pareciera que tendrían que
imponerse a aquélla. Tai, por ejemplo, en la obra fundamental de
nuestro primer Lendakari: el Estatuto Vasco. Sabemos muy bien, todos los
que desde chicoa fuimos sus amigos, cual fue siempre el pensamiento de
José Antonio respecto a la solución definitiva del problema vasco.
Sabemos bien que jamás pensó él, ni por un momento, que ella fuera la
del Estatuto. Pero éste ofrecía una oportunidad que hubiera sido
insensato desaprovechar; significaba una parte muy apreciable del tesoro
a recuperar; significaba cubrir una etapa que nos pondría en
condiciones magnificas para cumplir con el resto de la jornada. Y José
Antonio no dudó en consagrar su vida entera a esta etapa, aun sabiendo
que el sacrificio que su lealtad le imponía no sería por todos bien
entendido.
Esto hubo de hacer sangrar más de una
vez a su corazón. Pero la rectitud de su conciencia pudo reconfortarlo
siempre. Y el duelo imponente que se manifestó espontáneo a la muerte
del Lendakari, desde las capitales a las últimas aldeas de Euzkadi,
expresó, con insuperable elocuencia, que el pueblo lo comprendió bien
y había otorgado toda su confianza y afecto a aquel hombre de cuya alma
cristalina ningún pecho vasco pudo dudar jamás.
Hemos pensado que para intentar una
valorización de su figura podríamos encuadrar a ésta dentro del marco
general del resurgimiento nacional vasco en el que encontramos, quizás
un tanto arbitrariamente, tres etapas: 1. La de los Románticos; 2. La
de los Doctrinarios, y S. La de los Políticos,
La primera de ellas, la de los
Románticos, viene determinada por el impacto que producen en nuestro
pueblo las dos guerras carlistas. Terminada la primera de ellas, todo el
pueblo aparece afectado por un confuso sentimiento que no alcanza a
comprender bien. Sabe que ha perdido algo entrañable, pero ni sabe
exactamente lo que ha perdido, ni por qué ni cómo lo ha hecho, ni
cuál es la vía que ha de llevarle a la recuperación. Y es la época
en que se dan figuras como la de Agustín Chao a quien pudiéramos
calificar de primero de los románticos, el cual en su "Viaje a
Navarra" publicado en 1840, nos habla de "patria vasca" y
nos presenta un Zumalacarregui, "El hombre de la gran espada",
como él lo llama, que lucha, no por la causa del Rey Carlos sino por la
de las libertades vascas, y pone en su boca afirmaciones de nacionalismo
vasco demasiado rotundas quizá en aquella época para ser fiel
expresión del pensamiento del gran guerrero. Pero, publicado su libro,
poco más nos queda de Chao, el suletino, que desaparece como un meteoro
de la escena vasca.
Pasan unos años. A aquél café madrileño de San Luis donde acostumbra
reunirse un grupo de vascos, suele concurrir un mozo gallardo que tiene
por amiga inseparable una guitarra acompañándose de la cual es su
costumbre entonar sencillas canciones a la madre ausente, a la gentil
novia, a la tierra lejana. Cantos ingenuos que hablan de verdes
praderas, de blancos caseríos, de ríos rumorosos... Pero aquella noche
el joven de inspirada voz no traía su guitarra. Su acompañante era un
organista compatriota, Juan José de Altuna quien al poco se sentó al
piano. A su lado Iparraguirre, echando atrás su hermosa cabellera de
bohemio, rompió el silencio con una canción que electrizó a los
concurrente que sintieron que en aquel momento se estaba produciendo en
sus almas la revelación de algo trascendental; estaba naciendo la
canción que un pueblo había estado esperando durante siglos; la voz de
la raza que de repente se concretaba en las notas majestuosas de un
himno nacional.
Así nació el "Gernika'ko
Arbola" del que nos dicen los testigos de la época que cuando
Iparraguirre lo entonaba en su tierra ante masas de vascos que en
algunas ocasiones llegaron a contarse por decenas de millares, los
hombres lo escuchaban de rodillas jurando, al mismo tiempo, morir si era
preciso por la defensa de los Fueros de cuya verdadera naturaleza la
mayoría de ellos no tenían sino una vaga noción. El caso es que el
himno de Iparraguirre de tal modo llegó a mover al pueblo vasco que el
gobierno de Madrid estimó que estaba naciendo un peligro al que no se
podía dejar suelto y ordenó el destierro del bardo que a los sones de
su "Zibillak esan diate..." emprendió la marcha a América. Y
aquel romántico que quizá tuvo por un momento la visión más o menos
clara de la patria vasca, la dejó perder también.
Entre los románticos podemos considerar a hombres como el diputado don
Valentín de Olano, aquella voz elocuente a quien Donoso Cortés pudo
comparar con el líder irlandés O'Conell llamando a ambos
"hombres-pueblo" cuando Olano reclamaba en el parlamento
español el cumplimiento de las promesas hechas ante los batallones
vascos congregados en el campo de Vergara: "Lo que yo no digo al
hombre que está con las armas en la mano, no se lo digo después que
las ha dejado". Olano llevado de su ardor vasquista, de algo que se
movía en lo más hondo de su entraña, pero que por desgracia nunca
acabó de comprender con entera nitidez, llegó a pronunciar en el
Parlamento español las palabras "nación" y "patria
vasca". Pero estos momentos no fueron sino relámpagos que al
disiparse volvieron a dejar tan oscura como antes la noche oscura de la
patria nuestra.
Pocos años después tenemos a don
Pedro Egaña, el hombre que quizá hizo la exposición más completa del
sistema foral vasco en el parlamento español. A semejanza de Olano, la
verdad que pugnaba por declararse franca y total por su boca, le hizo
pronunciar allí palabras como "Lege zarra" que pocos decenios
después pasarían a formar parte del lema del movimiento renacentista
vasco. Pero como Olano, ante la reacción de los diputados españoles,
no llega a la formulación de las conclusiones que las premisas sentadas
demandaban y es otra voz que se pierde, como la de Moraza, como la de
varios otros vagos sentido-res de la época; hombres sinceros sin duda y
que no hay duda que a su modo amaban la causa de la patria vasca, pero
minados por el virus romántico de la época que les impedía llegar a
la valiente y rotunda definición que la hora requería.
Otro momento interesante lo podemos captar en las postrimerías de la
segunda guerra carlista.
Es cuando en Estella, capital de la
declinante causa carlista, se reúnen unos hombres a los que urge la
incer-tidumbre del futuro vasco. Redactan una alocución que se llamará
"Manifiesto de Montejurra". Don Pablo de Jaurrieta y don
Estanislao de Aranzadi, promotores de aquel movimiento, convocan a
varias reuniones la última de las cuales cerró el camino a la deseada
solución. Fue aquella en que un señor "Val-dés" concretó
el sentir de la mayoría al proponer la fórmula de "Rey con
Fueros". Otro, que no en vano se apellidaba Calderón, fue el
líder de un criterio minoritario al patrocinar el programa de "Rey
sin Fueros". Finalmente, Aranzadi frente a ambas posiciones,
proclamó la suya de "Fueros sin Rey", afirmación que
contiene, indudablemente, la primera formulación precursora de nuestro
renacimiento político. El Manifiesto de Montejurra no tuvo andamiento y
quedó en nada la idea de la Federación Vasca que en él se propugnaba,
pero sin embargo, el espíritu que había
animado a los mejores de aquellos hombres no dejó de dar sus frutos
tales como la "Asociación Euskara" y la "Revista
Euskara" que surgen a la vida en 1877. Antes, en 1876, Miguel
Loredo había fundado en Madrid el periódico "La Paz" que se
titulaba "Defensor del solar euskaro". En él hizo sus
primeras armas, con una serie de artículos titulados "El
euskara", quien pronto se había de convertir en una de las
primeras figuras del movimiento renacentista vasco: Arturo Campión.
Esos primeros trabajos de Campión venían a ser una serie de elogios a
la lengua vasca formulados también al modo romántico, al estilo de un
Walter Scott.
Muchos de vosotros recordaréis lo que
tras ésto ocurrió. El episodio de aquel amigo santanderino que
reprocha a Campión su repetida exaltación de una lengua que ni
siquiera conoce, a pesar de ser vasco. Nada pudo responder Campión en
el momento. Su respuesta insuperable vino después con la publicación,
en 1884, de la "Gramática de los cuatro dialectos literarios de la
lengua euskara".
Junto a la de Campión podemos ver
otras destacadas personalidades navarras que valorizan aquel movimiento.
Veamos, por ejemplo, este párrafo de un trabajo de don Juan Iturralde:
"Mientras en nuestra amada Euskalerria arrullen las madres a sus
hijos con los tiernos cantares vascongados; mientras los ecos de
nuestras verdes selvas repitan el tradicional y típico irrintzi que
escucharon los romanos, los árabes, los francos y las legiones de
Napoleón I, y que hoy todavía resuena alegre y fiero; ni el
sentimiento de la patria habría muerto, ni degenerará nuestro virtuoso
pueblo...". Es un típico ejemplo de la literatura romántica de la
época, pero bien puede verse
que en este romántico, como en Campión, el patriota vasco se hacía
ver ya.
Algo parecido sucedía en Vizcaya con
el grupo de los "euskalerriakos" cuyo máximo representante lo
podemos ver en don Fidel de Sagarminaga, hombre de sólida cultura,
claro talento y que supo mostrar entereza y dignidad de carácter cuando
la ocasión lo demandaba. Sin embargo a él, como a Arfstides de
Arti-ñano, José María de Ángulo y Hormaza y a tantos otros
prohombres vizcaínos de la época, les faltó la palabra decisiva que
les pudo haber colocado al frente de aquel pueblo que sólo pedía un
guía que con claridad y energía le señalase eí camino que debía
seguir en aquella hora crucial de su historia, y quedaron para siempre
como figuras indecisas en los umbrales de nuestro Renacimiento.
Sin embargo, y aquí entramos en la
segunda etapa de las tres en que hemos dividido nuestro estudio, no
podemos decir que vivieran en vano. Sus dichos no fueron seguidos
demasiado frecuentemente por la acción que les debiera haber rubricado;
fue demasiado frecuente en ellos lo de sentar principios sin llegar a
las consecuencias que la lógica más elemental estaba a gritos
demandando; aquello de quedarse a medio camino y detenerse, en los
umbrales mismos del edificio de nuestro Renacimiento patriótico. Pero
no es menos cierto que ellos dijeron muchas cosas que necesariamente
hicieron pensar a mentes más decididas y que esa misma postura de
permanecer indecisos a las puertas de su destino, hizo que tras ellos
viniera quien proclamara con voz vibrante lo que ellos apenas se habían
atrecido a insinuar y que, con paso firme franqueara aquélla al
parecer, para ellos insuperable barrera. Esa fue la misión de Sabino de
Arana Goiri.
Sabino, en efecto, sin mengua de su
poderosa individualidad y de la visión única a que ésta le llevó del
problema nacional vasco, se vincula a los comienzos con los románticos
de Vizcaya en cuya publicación "Euskal Erria", el año 1886,
aparece dando a luz uno de sus primero trabajos y se vinculará muy
pronto con los navarros a través de aquel glorioso episodio de la
Gamazada en que toma parte activa en hermosa demostración de
solidaridad vasca (1893). Sabino proclamó a la faz del mundo aquellas
palabras de "nación vasca" y "patria vasca" que
Olano no se decidió a repetir cuando una vez se le escaparon en el
Parlamento español; Sabino hizo suyo el Lege Zarra que una vez
floreció en labios de Egaña en ese mismo Parlamento; Sabino traía
consigo, purificada y sublimada toda la emoción de Iparraguirre y todo
el lirismo de los románticos y con todo ello y el ejemplo de una vida
de total pureza, de sacrificio y de inmolación nos dio un cuerpo de
doctrina sintetizada en aquella luminosa y fundamental verdad:
"Euzkadí es la única patria de los vascos porque éstos
constituyen una nacionalidad perfecta".
Con los raudales de luz que de esta
verdad fluyen iluminó el camino de sus primeros seguidores entre los
que descuellan los doctrinarios como Ángel de Zabala cuya magnífica
"Historia de Vizcaya" está esperando demasiado la debida
reedición; aquel propagandista y polemista inimitable que se llamó
Arriandiaga (Joala); Engracio de Aranzadi, sin duda, la pluma más
brillante que ha tenido nuestro movimiento en sus millares de artículos
en diarios y semanarios y en sus libros como "Ereintza",
"La Casa Solar Vasca" y aquel imponderable "Nación
Vasca" que debiera estar en las manos de todos los patriotas; Luis
de Eleízalde, flor de cultura y espíritu, autor de "Lengua, raza
y nación vasca", "Países y razas", "Morfología de
la conjugación vasca sintética", etc., etc. y tantos otros que
tras las huellas de Sabino van confirmando, explicando y aplicando la
doctrina patriótica. Y junto al impulso de estos hombres otros
movimientos más modestos, pero no menos dignos de exaltación como
aquellos que hallaban calor de hogar en nuestros "batzokis".
Aquellos batzokis en los que no podía hacerse demasiado, pero se hacía
sin embargo, lo que se podía hacer. Resurrección de la
"ezpatadantza" que casi agonizaba en el rincón de Berriz en
Vizcaya; creación de un teatro que si todavía no podía ser de gran
aliento, enseñaba a alentar en la causa de la Patria a nuestra gente;
conferencias culturales, todo aquello, en fin, humilde si queréis, como
suelen ser de ordinario las cosas en sus principios, pero que fue
creando el ambiente que naturalmente había que moverse hacia más alta
cultura como la que apareció madurando en el Primer Congreso de
Estudios Vascos de Oñate (1918) y los que le siguieron e hizo posible
creaciones de tanta trascendencia como la Sociedad de Estudios Vascos y
la Academia de la Lengua Vasca.
Con esta labor iba la que comenzó a hacerse en el campo político coa
la paulatina conquista democrática de ayuntamientos y diputaciones. El
renacimiento vasco alumbrado por los románticos y estructurado por los
doctrinarios estaba entrando con paso firme en la esfera política y
tenía que producir por via natural el hombre político, el que lo fuese
en la más alta acepción de la palabra, porque es claro que cuando
habió en este momento del político no me estoy refiriendo a aquellos
hombres del Renacimiento italiano para quienes el Estado era
esencialmente una obra de arte, pero eso sí, labrada a costa de todos
los crímenes y de las más sublevantes injusticias; naturalmente que no
tengo en la mente a Maquiavelo para quien la política era el arte de
engañar llevado a la más elevada perfección, ni tan siquiera a ese
otro tipo de político cuya figura ha sido tan bien trazada por Azorín,
maestro en el arte de sembrar ilusiones, de hacer nacer, donde conviene
a su interés, las más halagadoras esperanzas, pulcramente vestido en
su severo atuendo oscuro en el que la única nota de color la pone su
reloj con amplia cadena de oro y siempre disponiendo de la palabra con
que a todos seduce y a él nunca compromete. Al hablar hoy aquí de
política estoy recordando aquello que leí en no se cuál de las obras
del gran Chesterton quien decía que se acostumbraba mucho en los
centros de su Inglaterra el poner un cartelito que advertía que allí
estaba prohibido hablar de Religión y de Política, cuando precisamente
él no veía de qué cosas se pudiese hablar que merecieran más la
pena. Estamos hablando del político en el más alto y noble sentido de
la palabra como lo fue José Antonio de Aguirre quien al actuar como
político se supo convertir en un símbolo perfecto de su patria cuyas
virtudes encarnó por maravilloso modo; cuyas características
resplandecieron en él tan inconfundiblemente que lo convirtieron en un
acabado modelo de todo lo mejor que la tierra vasca suele producir.
Juventud recia y de una limpieza total, de una inmaculada conducta,
raíz y fundamento del hombre cuya palabra tendrá la autoridad que
sólo una trayectoria moral como la suya es capaz de engendrar. Palabra
siempre llana y franca y que nunca sirvió de velo a la menor
deslealtad.
Agudo sentido práctico que lo llevó a
las realidades del momento sin atender a las cuales nunca es posible
hacer camino. Profundo sentido de solidaridad humana que le acerca, sin
doblez y sin reserva, al adversario político lo mismo que al hombre de
cualquiera latitud. Tenacidad en lo emprendido que jamás se deja vencer
ni detener siquiera por ningún obstáculo. Valentía personal que,
entre otras partes, quedó grabada para siempre en las faldas del monte
Artxanda que contemplaron asombradas las epopeyas de los gudaris.
Consecuencia total que lo llevó desde
la aplicación integral de las normas sociales pontificias en su
fábrica, hasta otras realizaciones que en el peor de los casos quedaron
plasmados en proyectos de leyes. Hombre de una profunda fe religiosa de
esa fe de ks que hacen vivificar a las obras, que ahí en la conducta y
no en la palabrería de los tartufos demuestra su verdad el sentimiento
religioso. Corazón entregado por completo al culto de su patria y
espíritu, y al mismo tiempo, abierto a todas las corrientes de la
humana simpatía. Eso y muchas otras cosas fue José Antonio de Aguirre
como cabal símbolo de los mejores valores de su pueblo. Con la
implantación de un régimen democrático en el estado español, en
abril de 1931, nace a la vida pública Aguirre cuando acababa de cumplir
los años necesarios para ser elegible. Y como alcalde de Guecho,
primero, y Diputado a Cortes por Navarra y Vizcaya después, su figura
cobra en seguida dimensiones nacionales y se convierte en el líder
indiscutido de las masas vascas que, con su certero instinto popular,
comprenden muy pronto que en aquella figura juvenil que desborda
sinceridad y simpatía, vida y empuje, firmeza y lealtad, han encontrado
al hombre enamorado de su pueblo y sus valores eternos que sabe decirle
con fácil
y rotundo verbo, aquello mismo que en silencio les ha estado repitiendo
su corazón, y que es capaz de conducirles con mano firme, a aquella
meta que todos sueñan alcanzar: la de la reintegración nacional vasca;
la de las libertades nacionales perdidas el pasado siglo cuya
recuperación es el único camino de dignidad que a los vascos cabe
para, siguiendo una milenaria tradición, actuar como hombres plenamente
libres dentro de un Estado plenamente libre también. José Antonio de
Aguirre era el abanderado sin tacha y sin miedo de uno de los más
limpios ideales por los que el hombre puede vivir. Porque él era para
nosotros el mejor vocero de la verdad vasca que a nada teme por su total
limpieza, que es la de un pueblo que ostentando una milenaria tradición
de libertad, igualmente ajena al yugo extraño que a las formas internas
de esclavitud que el feudalismo la inquisición y otros poderes
impusieron en los demás Estados de Europa, reclama y reclamará
siempre, hasta conseguirla, la devolución de esa libertad que un día
nos fue arrebatada por la villanía y la traición.
José Antonio conjugaba en su persona la emoción caliente de los
románticos, y el haz de luz de los doctrinarios y sabía hacer que de
esta conjunción naciera la visión realista del político nato. Le
confortaba sumergirse como en vivificante baño en la consideración de
nuestro inigualado pasado de libertad y no desdeñaba en absoluto el
recuerdo de tantos grandes nombres como la Historia de nuestro pueblo
nos ofrece y sus grandiosas hazañas.
Pero un político no puede vivir del
pasado. El presente le acucia siempre con las mil posibilidades que para
su realización se ofrecen y que llenan su grandiosa visión del
porvenir. > Cuando miraba a su alrededor y consideraba el panorama
presente sabía que el 60 % de la flota española era de la matrícula
de Bilbao.
Sabía que el 40% del total de las
cajas de ahorro de España era capital vasco. Sabía, como lo sabíamos
todos, que eran vascos los que habíau ido a Madrid a perforar su suelo
y construir el subterráneo, el metropolitano de la villa y corte;
sabía bien que a empresas vascas se debía el aprovechamiento de la
fuerza hidráulica de varios de sus más importantes ríos; sabía bien
que eran vascos los que habían ido a construir los Altos Hornos de
Sagunto y los que habían puesto en marcha los astilleros de Cádiz; que
había, en resumen, una enorme potencialidad en la industria y el
trabajo vascos; que a pesar de la dificultad del idioma eran las
regiones vascas las que dentro del cuadro del estado español
presentaban uno de los menores índices de analfabetismo; que a pesar de
la sistemática privación de universidad eran también de las regiones
que más alta proporción de estudiantes universitarios ofrecían. -. Y
su mirada de patriota que se apacienta en las glorias y recuerdos del
pasado se unía con la del político que se daba perfecta cuenta de que,
sobre la base de su comunidad de sangre y lengua singulares, y con el
debido encauzamiento de tal rico caudal de energías físicas y
espirituales, contábamos con la materia prima suficiente para vivificar
un estado que pudiera codearse, dentro de su pequenez, con los más
adelantados del mundo; un estado en que el esfuerzo de sus ciudadanos
floreciera en el bienestar y el progreso que sólo se dan en aquellos
que tienen como fundamento la libertad y por corona la justicia.
La vida, como a menudo sucede, no le
permitió contemplar la realización de sus sueños. Pero sí le
concedió ser el artífice máximo de una etapa preparatoria de su
acariciado ideal: la del Estatuto Vasco.
Le correspondió a José Antonio de
Aguirre ser el principal motor de esta obra que siempre quedará
asociada a su nombre, obra que en los pasados años ya había tenido
precedentes que podemos considerar más o menos ligados a ella.
Tales fueron, en cierto modo, aquellos
movimientos que con el lema de "Laurak Bal" se iniciaron ya en
tiempo de los románticos. Y situándonos ya más en nuestros días,
cabe recordar aquella reunión celebrada en Iruña (Pamplona), en 1918,
por unos cuantos prohombres vascos, navarros la mayor parte, entre los
cuales estaban varios de los que pocos años más tarde, contribuirían
a poner en marcha el Estatuto y a su torpedeamiento después. Allí
estaban los Beunza, Baleztena, Rodezno y tantos otros. Se habló allí
de reintegración foral, de la abolición de la ley de 1839, etc., etc.
y aunque de momento nada quedó en concreto, hubo también en fas
regiones hermanas otras reuniones similares y el terreno quedó abonado
para echar las bases de lo que en principio era ya mucho: la unión de
las cuatro regiones vascas peninsulares a través de un común organismo
jurídico que las encaminase conjuntamente hacia la nieta fijada: la
reintegración foral.
Claro está que entre estos precedentes
o que hemos citado como tales y el Estatuto hay una diferencia esencial.
En aquellos se trata de derechos nuestros originarios, a ningún poder
extraño debidos y anteriores al Estado que al darse en determinado
momento —año 1931— una nueva constitución hacía constar en ésta
la facultad que se concedía a determinadas regiones para previo el
cumplimiento de los requisitos que se especifican, poder organizarse en
régimen de autonomía dentro de los límites que se señalan.
Esto es lo que grosso modo se estatuía
en la constitución que se dio a sí mismo el estado español tras la
proclamación de la República que aquel 14 de abril por la mañana tuvo
lugar en Eibar, a la misma tarde en Madrid y —perdonadme un recuerdo
personal— nosotros en el ayuntamiento de Guecho, con José Antonio de
Aguirre a la cabeza, proclamamos aquella misma noche como República
vasca. Complemento de esta acción y ratificación solemne de la misma
había de ser la proclamación, el próximo día 17, en nuestra capital
foral de Guernica que la incomprensión de la República nos impidió
celebrar.
Fue entonces cuando comenzó la
esforzada tarea de José Antonio a través de todas las modalidades y
venciendo cuantos obstáculos fueron apareciendo como fruto de la mala
voluntad, la desidia y la traición misma. Todos recordamos aquellos
trámites que se inician con la Comisión de Alcaldes por Aguirre
presidida y que llegó a la estructuración del llamado estatuto de
Estella o Vasco-Navarro que bien sabéis cómo se malogró. Pero no
desmayó por ello Aguirre y siguó con su campaña pro Estatuto que
ahora quedó limitado a las regiones de Álava, Guipúzcoa y Vizcaya,
dejando la puerta abierta para la incorporación de Navarra en cuanto la
primera oportunidad se presentara.
Las dificultades siguieron, esta vez
por el lado de la República, primero por el carácter
"vaticanista" de que se tachaba a los vascos; después por la
enemiga con que había de distinguirnos el gobierno Le-rroux-Gil
Robles.
Pero cuando tras el triunfo del Frente
Popular en febrero de 1936, queda de nuevo abierta la vía democrática,
los esfuerzos de Aguirre, secretario permanente de la Comisión del
Estatuto Vasco y miembro de la Comisión de Estatutos del Parlamento,
redoblan de modo que una semana antes de la sublevación militar queda
totalmente discutido y listo para la aprobación nuestro Estatuto lo que
permitió que cuando, por el curso de la guerra, las cosas hicieron que
no sólo pareciera justa sino también oportuna su aprobación, ésta
alcanzó la unanimidad en las Cortes Españolas, el día 1 de octubre de
ese año de 1936.
Quienes al de pocos días, el 7,
estuvimos en Ger-nika no olvidaremos nunca aquella tarde fría y brumosa
en que, con el fíente aun mal estabilizado a 20 kilómetros y defendido
por gndaris mal armados, en aquel recinto venerable de las libertades
vascas; "Humillado ante Dios, de pie sobra la tierra vasca y con el
recuerdo de los antepasados" juró cumplir con sus deberes de
Presidente de Euzkadi. Después... no es este el momento de extendernos
en la trayectoria de José Antonio de Aguirre. Todos sabemos cómo en la
guerra y en la post guerra, en uno y otto terreno, en Europa y en
América fue el hombre que llevó la bandera de la Patria por todos los
países, en todas las salas de parlamento, en todos los gabinetes de
gobierno que le tocó visitar, en todas las reuniones internacionales en
que le correspondió intervenir.
Todos sabéis que gracias a él, como
Presidente del Gobierno Vasco, nuestra causa ha tenido una proyección
internacional como hasta entonces nunca había podido tener. Era una
causa justa sin duda, era la causa de un pueblo heroico en sus gudaris y
sufriente en todos sus hijos y esto la hacía sagrada. Pero es cierto
también que el excepcional valor moral y humano de quien la
representaba obró poderosamente en su labor.
Todos sabemos que el gran éxito
político de José Antonio fue establecer y consolidar la unión de
todos los vascos y de todos los partidos políticos en torno a su
Gobierno, porque hombres de distintas ideologías como eran, todos
coincidían en dos cosas fundamentales: el compromiso que ante el pueblo
habían adquirido por el mantenimiento de las libertades vascas y la
absoluta confianza que todos sentían en la lealtad de aquel nombre que
los aglutinaba a todos con sus singulares dones de total lealtad, de
integridad absoluta y de fascinante simpatía.
Así fue la vida y la obra de José
Antonio de Aguí-rre hasta que un día como hoy, hace exactamente un
año, la muerte, aquella que no lo quiso cuando fue en su busca al
frente de los gudaris en aquellas desesperadas batallas de Artxanda, nos
lo llevó brutalmente y arrebató a la patria vasca una de sus más
altas glorias y enlutó el corazón de Euzkadi, por la pérdida de uno
de sus hijos más íntegros, más puros, más buenos...
Hoy todo eso nos ha sido de golpe arrebatado, dejándonos sólo llanto
en los ojos y congoja en el corazón. Pero del seno del Padre donde
ahora nuestro Lendakari descansa recibiendo el premio acordado a una
vida ejemplar, sentimos que nos llega y llegará siempre, su mensaje de
optimismo y esperanza. Dios nos lo dio y Dios nos lo ha quitado. Él
sabe el por qué de las cosas. A nosotros sólo nos resta reavivar más
que nunca nuestro esfuerzo por la causa que fue la razón de ser de
nuestro Primer Presidente y elevar hasta el cielo nuestras esperanzas,
poniéndolas en manos de aquél que nunca desampara ía causa del débil
cuando, como la nuestra, es justa de toda justicia y limpia de toda
limpieza como todo lo que nace al impulso de un puro amor.
Caracas, Centro Vasco, 22 marzo 1961