A UNA MUJER VASCA
Tiene usted razón, señora mía, tiene usted toda la razón. En estos
tiempos en que todo se nos vuelve exaltar nuestros valores; en que tanto
traemos y llevamos nuestra antigua democracia, nuestra libertad
originaria y aquel nuestro altísimo concepto de la humana dignidad, ¿cómo
podemos los vascos echar en olvido algo que fue siempre en Euzkadi,
valor inigualado y base fundamental de esos otros que ahora señalábamos,
es decir, nuestra mujer?
Y la verdad es que nunca fuimos, en
ningún aspecto, pueblo de misóginos. De Tenorios tampoco, que eso, a
Dios gracias, no va con nuestra raza. Pero lo cierto es que ni los
reverendos obispos que en el Concilio de Macón decretaron, según fantásticas
historias, que la mujer carecía de alma, ni aquel malhumorado
Schopenhauer que dijo de ustedes aquello de los cabellos largo y las
ideas cortas, eran ni podían ser de nuestra casta.
De nuestra casta no, que en ella, desde
antiguo, desde muy antiguo, tuvimos un concepto reverencial de la mujer.
Pesde la reina de Navarra hasta la última moradora del más humilde de
los caseríos vascos, la mujer recibía y sigue recibiendo, como el más
preciado de sus títulos, el de "etsekoandre", esto es, señora
de la casa.
De la casa, del hogar, de la familia, vale decir de la piedra angular de
nuestro derecho civil y de nuestra ley política.
Ella, casada, gobierna el hogar; viuda,
reina y gobierna; a la muerte del marido, se hace "poderosa",
según el decir vizcaíno. Jamás los hijos pequeños ni los mayores
osan alzarse contra este feliz reinado que la tradición de los siglos
consagró.
La vemos, viuda, concurrir con voz y
voto, a las asambleas del país. Aun cuando no concurra, su influencia
es igualmente inmensa, pues siendo el voto fogueral, esto es, por
familias, resulta inevitable el influjo de la mujer. "Cosa extraña
—dice Anguiozar— en una época en que las poblaciones bárbaras de
Europa trataban a la mujer con feroz menosprecio, los vascos guardaban
para ella esa deferencia que escandalizó ya a Strabón hace dieciocho
siglos".
Deferencia bien ganada, añadimos. No
por los méritos o el brillo aislado de ésta o la otra mujer, sino por
lo que vale más, por el hacer cotidiano, el sacrificio, la honestidad y
la prudencia, día tras día mostrados por la inmensa mayoría de ellas
y que es, en definitiva, lo que les ha valido ese plano de igualdad con
los varones que cantó, en versos famosos, Tirso de Molina:
"Que aunque diversas en el sexo y nombres, en guerra y paz igualan
a los hombres".
Y no es que los ejemplos aislados nos falten, no. Fácil nos seria
presentar reinas como la insigne doña Toda de Navarra; patriotas como
aquello roncalesa Que cortó la cabeza del jefe moro en Olats, o aquella
vizcaína que derribó de un hachazo al rey Ordoño de León en
Arrigorriaga, según la extendida leyenda. O de las que de nuestra
sangre germinaron en estas tierras de América, desde doña Juana
Manuela de Gorriti, la gran patricia argentina, hasta la heroica Pola
Solabarrieta que electrizó los corazones de Colombia.
Y, sin salimos de tierra venezolana, ¿cómo
olvidar a aquella Luisa de Arrambide, "una de las más beUas de sus
sexo", según palabras del Libertador, víctima de los furores de
Boves, o aquella otra heroína de la Independencia venezolana, Cecilia Mú-gica,
quien se dice acudió al suplicio cantando sus últimas coplas en lengua
vasca? O si por escritoras va, y para limitarnos también a tierras de
América, ¿cómo dejar de lado esa brillante constelación que de
antiguo preside la décima musa, Sor Juana Inés de la Cruz, la gallarda
defensora del euskcra: "Nadie al vascuence murmure — que juras a
Dios eterno — que aquesta es la mesma lengua — cortada de mis
abuelos", hasta llegar al Premio Nobel de nuestros días, la
Gabriela Mistral, quien con no menos gallardía supo decir: "Por mi
sangre, yo sólo soy india y vasca"?
Porque no es, ciertamente, en la
inteligencia donde fallan nuestras mujeres. Si usted me guardara el
secreto, yo le contaría humildemente, algo que escribió el inglés
Borrow, después de visitar nuestra tierra: "En aquel país —decía—
las mujeres son más inteligentes que los hombres".
Pero no vayamos a descuidar el otro
aspecto. Aquel —no tratemos de disimularlo, señora— que en el
fondo, más a usted, y, naturalmente, a nosotros, ha interesado siempre;
¿por qué desdeñar los dones de Dios? Pero aquí yo quisiera un juez más
imparcial y competente que yo mismo. ¿Qué le parecería someternos al
juicio de un francés? ¿Sí? Pues mire lo que escribía Louis Lhande
quien, en 1877, visitó nuestra tierra. "Pero, sobre todo, las
mujeres me han parecido admirables. Antes de que el trabajo y las
fatigas de k maternidad las hayan puesto a prueba, representan el ideal
de la belleza humana; todas altas, tienen también atractivos puros,
caderas anchas, pecho firme y bien lleno, mejillas coloreadas, labios
sonrientes, ojos dulces de un poco de asombro, espléndidos cabellos
castaños que las casadas llevan trenzados en la parte trasera de la
cabeza y que las solteras dejan caer en dos largas trenzas sobre su
espalda. Al primer golpe de vista, se reconocen ahí seres
privilegiados, muy superiores a otras razas mezcladas o bastardeadas de
la Europa Occidental".
Transcritas estas palabras, permítame,
amiga mía, que me retire discretamente por el foro, de usted siempre
rendido servidor.