PÓRTICO
LA MONTAÑA Y EL MAR
MENDI, — Yo soy Mendi, la montaña. Mis formas y Sombres son
innumerables, pero es uno solo mi espíritu: aquel que al erizar, en un
gesto de altivez, este viejo rincón de la tierra, creó en él para
siempre un baluarte de la libertad.
ITXASO. — Mi nombre es Itxaso, tu
compañero de siempre; mis olas vienen mordiendo y besando tus flancos
por los siglos en arranques sucesivos de ternura y furor. Pero yo te
amo, simplemente porque he visto, a través de los milenios de nuestra
dura lucha, que eres tan altiva como yo mismo.
MENDI. — La Historia no sabe ni quizá
sepa nunca los siglos que hace que yo albergo a la gente eus-kalduna.
Pero mis cuevas cuentan su existencia aquí por milenios. Yo los he
visto persiguiendo a las fieras con hachas de piedra y aplastando a los
guerreros de Carlomagno <on rocas que hacían rodar de mis cumbres.
Los he contemplado en éstas celebrando el plenilunio y adorando a Urtzi,
el señor del trueno, y los he mirado también reunidos bajo el árbol y
entregados para siempre al culto del Señor de lo alto, el buen
Jatmgoikoa. Los siglos han hecho en ellos, como en todo, mil mudanzas,
pero hay dos cosas de que no han podido ni podrán jamás abdicar sin
renunciar a su mismo ser; el euskera sonoro con que bautizó a todas mis
crestas y su pasión por la libertad. El primero es quizá tan antiguo
como yo misma, pero de la segunda creo poder decir que me son deudores.
ITXASO. — Siempre tan orgulloso,
Mendi. A oirte a tí sola, habría que creer que sólo tú has sido la
madre y maestra de esta gente grave y jovial, antigua y eternamente moza
que siempre gustó tanto de retratar su perfil aguileno en el espejo de
mis aguas. Olvidas que yo fui siempre y en todas partes para los hombres
la gran maestra de libertad. Y desde que en las edades brumosas los
euskaldunas salieron los primeros a la caza del monstruo de mis aguas,
yo les enseñé mi canción, la canción que quién una vez la aprende,
ya nunca puede olvidar. Ella resuena mejor que en otra parte alguna
sobre la inmensidad de mis olas en las que se refleja el parpadeo de las
estrellas armoniosas.
MENDI. — La gente vasca es obra mía.
¿Quién .sino yo la moldeó? Son mis galas los viejos caseríos que
parecen brotados de mi mismo seno y en ellos di yo al vasco abrigo,
escuela y santuario; permanencia y continuidad. En el caserío creció
respirando esa independencia y ese personalismo tan inseparablemente
suyos y que ha sabido defender siempre a costa de todo. Y yo formé a
esos defensores del monte cuyo nombre son Lekobide o Jaun Zuria,
Amandarro o Zumalacarregui o que sin nombre recordado, es aquel de
nuestros gudarís que se inmoló con más heroísmo y abnegación que
nadie por la causa de la libertad.
ITXASO. — Supongo que no renegarás
de tu costa. A lo largo de ella, allá donde mis bwos son más hondos,
florecen los puertos llenos de color, bullicio y acres olores. Mira a
los niños que corren descalzos, a las mujeres afanosas y sonoras y a
los hombres de pupila cargada de ensueños. A esos ¿quién los formó?
¿Y quién encendió en el espíritu de la raza ese irreprimible afán
de aventura? Si no por mí, ¿tendría ella a Elkaao y Lakosa, a
Urdaneta y Le-gazpi, a Okendo y Churruca? ¿Tendría quizá a sus
fundadores y colonizadores y misioneros: Garay, Zabala, Irala, Anchieta,
Lasnen, Xabier...? Y si de morir por la libertad se trata, todavía son
de ayer los héroes del "Nabarra". Y estoy aun por ver sobre
la superficie de mis aguas algo más estupendo que su gesta.
HENDÍ. — Tú arrancas de la tierra a
millares de sus mejores hijos y los llevas con tus cantos de sirena por
senderos que nunca verán su retorno. Has sido la gran devoradora de la
raza.
ITXASO. — Tal ves porque tú no les
enseñaste a volver. En nuestra lucha de siglos creamos entre los dos
una estirpe vigorosa a la que siempre han de tentar las empresas
audaces. Su tierra —la tuya— era pequeña y pobre y entonces hubo de
tomar por mis caminos infinitos, para perderse frecuentemente en ellos,
lo confieso, pero no fue culpa mía o no fue sólo mi culpa.
HENDÍ. — Sí, es verdad: entre los
dos la formamos, necesita de los dos para vivir y sólo con los dos se
salvará. En el fondo mismo de su subconciencia, yo soy lo permanente, tú,
la adaptación: yo la energía que resiste, tú el golpe que moldea; tú
la algazara, la despreocupado» y la aventura; yo la gravedad, la
previsión y el hogar. Y únicamente la perfecta armonía de nuestros
dones podrá nacer rico y fuerte a este pueblo que tanto amamos porque
lo engendramos ambos en una fecunda lucha de siglos y que por siglos
habremos aun de sostener, tú Itxaso, y yo Mendi; la montaña y el mar.